Un director -John Ford- mítico, un animal de la pantalla -Wayne- y unos actores secundarios extraordinarios, además de la historia de Alan LeMay, conforman este título mítico del western. La búsqueda, a través del salvaje Oeste y durante siete años, de una niña secuestrada por los comanches, es el nudo central que mueve a los personajes, auténticos Centauros del desierto.
Juan Tejero – CINERAMA (Enero de 1998)
Si existe un western realmente mítico, una película que resuma por si sola la época dorada de su director, el gran John Ford, que ilustre el por qué de la fascinación que el género ha ejercido sobre varias generaciones de espectadores, ésta es sin duda Centauros del desierto.
Era el año 1956, una época no especialmente feliz para el western. “Pappy” Ford ya estaba considerado, de manera casi oficial, como el más grande cineasta que había existido. Y John Wayne encarnaba la imagen por antonomasia del héroe norteamericano en sus tradicionales virtudes de autoridad, don de mando y sabiduría. De su proverbial asociación surgió un angustioso poema sobre la búsqueda durante años de una niña raptada por los indios y que, antes que cualquier otra consideración, es una tragedia casi griega, casi homérica, sobre el hombre. Pero contra lo que tiende a creerse el mito de Centauros del desierto no ha sobrevivido al tiempo, sino todo lo contrario: se ha forjado, ha venido ganando entidad y ha cobrado autonomía con el paso de los años. A la incomprensión y la indiferencia con que la película fue recibida en los días de su estreno, les siguió el descubrimiento, la popularización y la degustación: más tarde el rito y luego el culto.
De hecho, en la medida en que John Wayne ha superado la mera celebridad, incluso la mitología, para convertirse -su sombrero, su pañuelo, su rifle- en un símbolo universal del cine, en una imagen emblemática de séptimo arte, Centauros del desierto es algo más que un título, que una película admirable. Es una obra maestra incomparable, para muchos la mejor de Ford y una de las cuatro o cinco películas más profundas y hermosas que el cine ha dado hasta la fecha. Con ella el maestro llegó a la cúspide de su arte, allí donde la acción sin detenerse se convierte en reflexión, en un justo análisis sobre la mitología del Oeste y sus héroes. Cuatro décadas después, la odisea de Ethan Edwards sigue perteneciendo por derecho propio a la mitología de los sentimientos, desde donde emerge una y otra vez con toda su fuerza de clásico.
El proyecto de Centauros del desierto, a partir de la novela homónima de Alan LeMay, llegó como un epílogo a las actividades de Argosy Pictures, la compañía fundada por Merian C. Cooper y John Ford en 1947. Tal asociación había propiciado varias obras maestras del cineasta de origen irlandés, como Fort Apache, La legión invencible, Río Grande o El hombre tranquilo. Disuelta la empresa, en 1953, Cooper obtuvo el apoyo financiero del magnate Cornelius Vanderbilt Whirney, colaborador suyo en ocasiones anteriores, para fundar una compañía similar. El objetivo inmediato era trasladar a la pantalla cine la novela de Alan LeMay The Searchers. Cooper había comprado los derechos del libro poco después de ser publicado, en la primavera del año 1954, por la editorial neoyorquina Harper, pensando ya en John Ford y John Wayne para trasladarla a la pantalla. La iniciativa se concretó, en noviembre de ese mismo año, con el nacimiento de C. V. Whitney Productions, firma en la que Cooper figuraba como productor ejecutivo. De la distribución se encargaría Warner Bros.
No se ha podido determinar exactamente la fecha en que Frank S. Nugent escribió el guión, pero casi con toda seguridad fue desde primeros o mediados de 1954 hasta mediados de 1955. En líneas generales, y pese a algunas aportaciones de Nugent, el libreto definitivo siguió con cierta fidelidad las líneas básicas del relato de LeMay. Hay que apuntar, sin embargo, que el guión -del que no se tienen noticias de que fuera especialmente reformado por el director- pasó por diferentes etapas. Se sabe que la Warner Bros facilitó, en determinado momento, una sinopsis en la que existían algunas variantes respecto a lo que finalmente se vería en la pantalla. La más importante correspondía al final: en la última secuencia, Ethan dejaba a Debbie en casa y se marchaba a caballo, como el héroe al que, cumplida su misión, ya nada retenía en aquel lugar; el filme, sin embargo, termina con Ethan internándose en el desierto, enmarcado por el umbral de una puerta.
Es sabido que Winton C. Hoch quiso modificar ese plano final, hoy clásico, optando por un desenlace acorde con la sinopsis difundida por la Warner. Así se lo contó a Joseph McBride dos décadas más tarde: «Yo me decía, ¿cómo se puede ser tan cursi? Empecé a pensar en un final alternativo, pero no tuve tiempo y a última hora no le dije nada a Ford. De todas formas, no era alguien que aceptara sugerencias. Pero habría quedado mejor si Wayne hubiera saltado sobre su caballo, alejándose al galope, en vez de irse caminando lentamente. A esas alturas ya me estaba cansando un poco de Wayne.»
En la portentosa formalización visual de este igualmente portentoso guión, John Ford contó con un equipo de colaboradores en estado de gracia. A Frank S. Nugent siguieron en el proceso creativo el director de fotografía Winton C. Hoch, el compositor de la canción del genérico Stan Jones, el montador Jack Murray, y finalmente el propio Ford, en la punta de la pirámide de aquel ramillete de artistas inigualables, cuyos lazos de amistad se habían forjado en la etapa Argosy.
El equipo incluyó también diversos familiares del realizador y algunos allegados: su hijo Patrick Ford, que ejercía de productor adjunto; su cuñado Wingate Smith, ayudante de dirección; su yerno Ken Curtis, actor secundario; la mujer de Merian C. Cooper, Dorothy Jordan, y el hijo de John Wayne, Pat, ambos intérpretes. Con el reparto ocurrió algo similar. “Pappy” Ford situó al frente del mismo a su actor favorito, John Wayne, secundado por otro viejo conocido, Ward Bond. Los tres formaban una pandilla famosa por sus broncas y francachelas, generalmente con el último como sujeto pasivo de sus bromas pesadas. A ellos se añadieron muchos de los actores y actrices habituales de la etapa Argosy: Harry Carey Jr., Hank Worden, Mae Marsh, Jack Penny… Faltaba, eso sí, el hermano del director, Francis Ford, que había fallecido de cáncer en 1953. Era la llamada stock company de Ford.
Según el Motion Picture Herald, la filmación de Centauros del desierto tuvo lugar entre el 25 de junio y el 27 de agosto de 1955. La mayor parte del rodaje se llevó a cabo en escenarios naturales del emblemático Monument Valley; luego se filmó en Gunniston y Aspen (Colorado), en Edmonton (Alberta, Canadá) y en los Estudios de Warner Bros en Burbank.
Caracterizado por sus cimas y mesetas rojas, los admirables paisajes de Monument Valley, tallados por la erosión en formas fantásticas, se extienden a ambos lados de la frontera entre Arizona y Utah. Ford acostumbraba a rodar en la parte de Arizona, donde se erguían los montículos West Mitten, East Mitten y Merrick, que se alzan imponentes como un reducto de la naturaleza frente al empuje de la colonización. A esta zona se la conocía por el nombre de Ford Country en el mundillo cinematográfico, y en ella estaba enclavada la Reserva de los indios Navajos. “Pappy” se llevaba magníficamente con los pieles rojas que trabajaban como extras. Les pagó las tarifas del sindicato, estudió su lengua y fue adoptado por la tribu con el nombre de Natani Nez, que significa literalmente “soldado alto” pero que equivale a “gran jefe”.
Finalizado el rodaje en Monument Valley, Ford envió a su hijo Patrick, al operador Winton C. Hoch para que filmaran las escenas que se desarrollan en las regiones nevadas de Colorado y a los especialistas Terry Wilson y Chuck Hayward, dobles de John Wayne y Jeffrey Hunter, respectivamente. El director vio las tomas a su regreso, interrogó minuciosamente a Hoch sobre cómo había conseguido sus efectos y procedió a filmar los diálogos entre Wayne y Hunter en el estudio sirviéndose para los fondos de las socorridas transparencias. La utilización, audazmente expresionista, de un fuerte filtro rojo en la secuencia que precede al ataque de los indios a la cabaña de los Edwards, fue una decisión que se dejó en manos de Hoch. “Podía elegir entre dos filtros diferentes para crear el efecto del crepúsculo -comentó el operador-, uno crearía un efecto exagerado y el otro lo haría casi imperceptible. Me dije: “¿Y por qué diablos no exagerarlo?”. Si hubiera usado el otro filtro, la cosa no habría resultado en absoluto. Me estaba jugando una bronca, pero qué más daba. Ford no hizo ningún comentario al respecto»
Un aspecto fundamental en toda película del maestro son las canciones, de cuya selección previa solía encargarse su hija Bárbara. De acuerdo con su amor a los ritos y a las actividades comunitarias, Ford recurrió con frecuencia a los mismas temas, entonados por personajes de forma coral o inscritas en el acompañamiento musical en off. Himnos religiosos -Shall We Gather at the River?- canciones sureñas -Dixie- adquirieron precisos significados en su obra, así como la sentimental melodía Lorena, que se escucha, referida a la cuñada y antiguo amor del protagonista, en Centauros del desierto. Los títulos de crédito se encadenan con la primera parte de la canción The Searchers, que escribió Stan Jones e interpretó el grupo Sons of the Pioneers. Max Steiner compuso para la ocasión una música bellísima, que contiene su famoso tema Indian Idyll, compuesto originalmente para la película de Michael Curtiz Jim Thorpe -All American-. Sin embargo, Ford no acabó muy contento con el trabajo del músico vienés, cuya partitura le parecía más adecuada para un filme de cosacos que de comanches.
Centauros del desierto se estrenó en Estados Unidos el 26 de mayo de 1956, en un momento en que los westerns habían perdido el favor de la crítica “seria”. La película recibió en general críticas positivas -y a veces entusiastas- y también una vigorosa entrada en taquilla (recaudó 4.800.000 dólares). Pero no estuvo considerada como el clásico en que se ha convertido, y la esplendorosa fotografía en color de Winton C. Hoch ni siquiera mereció consideración para una candidatura al Oscar. También resultó inconcebible que la electrizante interpretación de John Wayne fuera ignorada de nuevo por la Academia. El “Duque” estaba tan contento con su trabajo en esta película que bautizó poco después a su sexto hijo con el nombre de Ethan en honor al personaje central.
En líneas generales, el filme sorprendió y desconcertó a los especialistas ya la propia industria de Hollywood, que lo veía como una excepción en forma de sombrero relleno de nitroglicerina. De ahí que no fuera excesivamente debatida en los años que siguieron a su estreno, más bien fue ignorada. Hubo que esperar a principios de los años setenta para que una generación más joven de críticos empezara a hacer algo más que meter los productos de Ford y Wayne en el saco de las películas de vaqueros del montón. En 1973, William Bayer escribió lo siguiente: «Es una pena que Centauros del desierto no sea una película muy conocida, porque es uno de los pocos títulos del género (el western) que uno puede catalogar como obra de arte sin temor a equivocarse», Y ese mismo año, Roger Greenspun comentaba en The New York Times que «no es descabellado decir que esta obra es la mejor película de la historia del cine americano» Casi de la noche a la mañana, Centauros del desierto empezó a aparecer inesperadamente en las listas elaboradas por la crítica de los diez mejores filmes jamás producidos. Hoy está reconocida como una de las obras cumbres de la imaginación del siglo XX.
La influencia de esta obra sorprendente se prolonga dentro y fuera de la trayectoria fordiana. Para algunos tratadistas, la odisea de Ethan Edwards ha marcado a muchísimos otros filmes posteriores y, sobre todo, a algunos de los más reputados realizadores actuales si tenemos en cuenta sus propias declaraciones. Paul Schrader afirmó que era la mejor película norteamericana de todos los tiempos. Martin Scorsese reconoce que su estructura narrativa le influyó para su filme Taxi Driver. Y Steven Spielberg confiesa que la ha visto docenas de veces, sobre todo cuando rodaba Encuentros en la tercera fase. John Wayne, por su parte, la considera el mejor western de John Ford. Y Guillermo Cabrera Infante la ha exaltado como el más grande western en la historia del cine. Todos ellos, a buen seguro, tienen razón.
Se ha escrito tanto sobre Centauros del desierto que es muy difícil encontrar un punto de vista original, y menos aún inédito, con el que abordar por enésima vez esta obra maestra del western que suele figurar en todas las listas de especialistas sobre las mejores películas de la historia del cine. La idea generalizada sobre el alcance del filme dice que resume lo mejor del cine de Ford que le precedió y que de él procede el impulso que generó la grandiosa etapa final del maestro, lo que hace que esté marcado por el halo de lo intocable, lo sagrado, lo reverencial.
Promocionada en su época con la frase «el western que se coloca por encima de todos», Centauros del desierto da por una vez la razón a la publicidad. Hoy, pese a los más de cuarenta años transcurridos, la película continúa siendo insuperable, y aunque casi todo se haya dicho sobre ella, la complejísima construcción, la inagotable poesía y la perfección de su puesta en escena nos siguen dejando perplejos por su perfección. Sus recovecos permanecen firmes e inagotables al continuo análisis de que son objeto, y su constante revisión no hace más que engrandecer la ya de por sí magnífica obra fordiana.
Considerada durante bastante tiempo como una obra menor en la grandiosa filmografía fordiana, el tiempo se ha encargado de reivindicar este relato sobre el secuestro de una niña por los comanches, que la crían según sus costumbres. Ya convertida en mujer, será la esposa de sus propios raptores. Pero dos hombres blancos han seguido durante siete años la pista de aquella niña secuestrada por los pieles rojas para devolverla a los suyos. Tan esquemático argumento le sirvió a Ford para estructurar uno de los westerns donde más presente está el clasicismo de su estilo, con un tono narrativo en ocasiones muchos más sugerido que explícito. En palabras del director, Centauros del desierto es «la tragedia de un solitario. Es la historia de un hombre que volvió de la Guerra de Secesión, se fue a México, se hizo bandido y probablemente combatió con Juárez a Maximiliano. Sólo era un solitario, que en realidad nunca podía formar parte de la familia»
El torrente emocional de Centauros del Desierto es continuo, pero cabe señalar tres puntos culminantes. El arranque, tras la hermosa canción de los créditos, es uno de los más deslumbrantes jamás vistos: la puerta de una cabaña se abre y sus moradores divisan en el horizonte a un jinete polvoriento que se aproxima lentamente a la granja. Mientras una mujer intenta distinguir quién es el visitante, el hermoso tema musical de Max Steiner aporta la atmósfera adecuada para que, en pocos segundos, los espectadores nos sintamos inmersos en la solitaria experiencia de la vida en las llanuras. El jinete resulta ser Ethan Edwards, de cuya persona no vamos a saber mucho a lo largo de la historia. Pero todo indica que es un hombre con pasado. Ford refuerza tanto con sus miradas como con las de Martha, la emoción de unos sentimientos que se reencuentran con esa inesperada visita tras muchos años de separación. La sensibilidad del director capta el gesto más nimio, que a veces encierra en sí mismo una historia: con sólo acariciar el capote de su cuñado comprenderemos que la mujer de la casa estuvo un día enamorada de él. El canto a los grandes héroes y a sus gestas se hace así, con sutileza y armonía, en voz baja y con el corazón palpitando. En pocos westerns existe tal poder de evocación y de condensación, tal fuerza en el reflejo del pasado, tanta serenidad y emoción.
El segundo punto culminante del film es el ataque de los indios a la cabaña de los Edwards, realmente antológico. La secuencia está cargada de tensión, con Aaron tratando de adelantarse al momento en que su familia se dé cuenta de lo que se les avecina, con ese resplandor rojizo del crepúsculo entrando por los huecos de la cabaña que todo lo simboliza. Nunca llegamos a ver a los indios acercándose, pero sentimos un nudo en el estómago de puro pánico cuando la familia intenta en vano proteger su casa de la salvaje masacre. Se te rompe el corazón cuando los padres apartan a su niña de la ventana y le mandan que se esconda. La niña obedece y se refugia en el cementerio familiar; en su inocencia no comprende la suerte que han corrido sus padres y hermanos. El asalto nunca se ve, y sin embargo es una escena de un suspense devastador.
La reunión final de tío y sobrina, tras la muerte de su raptor, proporciona a la película su escena más patética y al cine uno de los grandes momentos de su historia. En un paisaje de grandiosa ferocidad, Ethan levanta en alto a Debbie, un gesto que copia el de su primer encuentro al comenzar la película, y le dice que es hora de irse a casa. Ese momento crucial tiene un eco inmensamente conmovedor en el breve plano final, tan alabado desde siempre. Durante unos minutos no hay diálogo, sólo el tema de Steiner y los Sons of the Pioneers cantando la balada central. Vemos a la muchacha devuelta a los suyos, reunidas las familias, y mientras todos entran en la casa, Ethan se queda solo…, ya una figura olvidada. Sabe que no que no pertenece a nadie y está condenado a la soledad: tras sujetarse el brazo derecho -un gesto usual de Harry Carey con el que Ford y Wayne le rinden homenaje- se aleja lento y bamboleante hacia un destino desconocido, mientras la puerta que al inicio abría la historia, se cierra a sus espaldas y suena la segunda parte de la canción The Search: «Un hombre busca con alma y corazón, busca por todos los confines sabe que encontrará la paz de su espíritu, pero en dónde, oh Señor, en dónde. Cabalga, cabalga, cabalga.»