Desde niña cada uno de sus pasos ha sido comparado en términos genéticos. Hija de Jane Birkin y Serge Gainsbourg, semidioses de la cultura francesa, la actriz y cantante edita un nuevo disco y confiesa: “No tengo el talento de mi padre ni la belleza de mi madre”
Álex Vicente – EL PAIS SEMANAL (31 de diciembre de 2017)
Mirarla es observar las aguas calmas de un lago bajo el que uno adivina una gran agitación y conflicto. La definición es de su madre, Jane Birkin, y resulta imposible igualarla en poesía y precisión. Charlotte Gainsbourg es una atalaya que amenaza con derrumbarse, una silueta de bailarina clásica con las cuatro extremidades en huelga, un icono de lo chic vestido con camiseta de algodón y tejanos desgastados. Sonríe con esmero, pero no logra disimular la negritud de su ser, como un personaje de las hermanas Brontë trasplantado al corazón de Saint-Germain-des-Prés. La cita es en el bar de un lujoso hotel parisiense, a solo un par de esquinas de la casa donde creció. La mítica morada en la Rue de Verneuil en la que vivió su padre, ese Zeus de la melodía llamado Serge Gainsbourg, hasta su muerte en 1991, se ha convertido en lugar de peregrinaje para sus innumerables fans. La fachada está cubierta de abundantes pintadas. La más impresionante reproduce los rostros de sus progenitores a escala gigante, como lo haría la propaganda de un régimen autoritario. Junto a ellos, esta actriz y cantante de 46 años conforma lo más parecido a una familia real que pueda tener esta nación tan orgullosamente republicana.
En este rincón de la ciudad, repleto de polvorientas galerías de arte, tiendas de filatelia antediluvianas y barras regentadas por camareros inevitablemente odiosos, Charlotte Gainsbourg se siente como en casa. Pero este ya no es su hogar. Tras la muerte de su hermanastra, la fotógrafa Kate Barry, que puso fin a sus días tirándose del balcón de su casa en 2013, Gainsbourg se mudó a Nueva York. “Me pasé seis meses en la cama. Me sentí culpable por marcharme, pero fue la única forma de sobrevivir”, explica con su inimitable hilo de voz, sentada de espaldas a la clientela del bar, que simula a la perfección no haberla reconocido. La estrategia funcionó. Gainsbourg pudo reinventarse a la luz del optimismo beato de sus autóctonos, que dice que seguramente habría hecho vomitar a su padre. Recorrió Manhattan en su bici, pasó horas cocinando con sus tres hijos —fruto de su relación, desde los 19 años, con el actor y director Yvan Attal— y se inició en el deporte, actividad proscrita en una familia donde “lo obligatorio era ser poeta maldito y sufrir mucho”, como confiesa entre risas. Dedicó el tiempo que le quedaba a terminar un disco que llevaba siete años postergando. Lo tiñó de pop sombrío y letras lóbregas, que escribió en sus dos lenguas maternas. Y, tras una larga reflexión, decidió titularlo Rest (editado por Because/Universal). Como el rest in peace que se desea a los muertos en inglés. Como el imperativo francés que les exhorta a no abandonarnos.
No hay que ser bilingüe para entender que este es un disco sobre la muerte. “Pero también sobre la vida, porque yo sigo aquí. Es un álbum sobre el dolor que provoca la muerte y sobre el arrebato vital que viene después”, resume Gainsbourg. “Al llegar a Nueva York, logré recuperar el apetito por la vida. Seguía obsesionada con la muerte de mi hermana, pero existía una distancia que la convertía en algo menos real y concreto”. Pese a todo, no le gusta ver su disco como una terapia. “Es un proyecto artístico y no un proceso de curación. Por otra parte, cuando terminé el álbum tampoco me sentí aliviada. Sigo encontrándome en un estado de incomprensión respecto a su muerte. Ahora ya no me paso el día llorando, pero sigo sin haberlo digerido”, confiesa. Las heridas recientes suelen volver a abrir otras más profundas. A Gainsbourg le vino a la mente el recuerdo de su cuerpo arremolinado contra el cadáver de su padre, una máscara de cera con muslos flácidos. Entendió que tampoco tenía esa pérdida, ya lejana, tan asimilada como todo el mundo suponía. “Nunca hablo de esto, porque me siento ridícula. Suena un poco estúpido cuando lo articulas con palabras, pero mi padre nunca me ha abandonado. No soy espiritual ni tengo ninguna creencia, pero mantengo una conversación constante con él”, relata. “Siempre he tenido la sensación de tener un ángel de la guarda que me protegía. Digo que es ridículo porque, en el fondo, sé que no es verdad. Pero es algo que me ha sentado bien”.
El disco también le sirvió para saldar cuentas consigo misma. Desde que tiene uso de razón, Gainsbourg ha estado a la sombra de la fama cegadora de sus padres, cuyo matrimonio, disuelto en 1980, constituye poco menos que el código fuente de la modernidad francesa. Ella siempre ha vivido con la desagradable sensación de no estar a la altura de sus estándares genéticos. Sus dos discos anteriores —ambos cantados en inglés para evitar odiosas comparaciones con Gainsbourg sénior; 5:55, con el concurso de Air y su electrónica vaporosa, e IRM, con el del californiano Beck, fan irredento de su progenitor— parecían esconder deliberadamente que era hija de sus padres. Con Rest parece aceptar, por fin, su condición de hija de. “Es verdad. Ahora lo llevo mejor”, responderá escuetamente. Incluso decidió escribir sus propias letras por primera vez, tras sopesar pedírselas a su admirado Michel Houellebecq. “Al final no me atreví, pero adoro su escritura. Me gusta su lado crudo y descarnado, su sinceridad asesina. Existe una perversión en él que me interesa”, asegura. En cambio, en su plantilla sí figuró Paul McCartney, que le regaló una canción (Songbird in a Cage) reconvertida en nana electrónica con la ayuda del productor Sebastian, conocido por sus colaboraciones con Daft Punk y Frank Ocean.
Sus versos esbozan un retrato severo de quien sostiene la pluma. Por ejemplo, en I’m a Lie (soy una mentira), Charlotte se define como una hipócrita y una mentecata, con la autoestima siempre por los suelos: “Incerteza cruel, debilidad intelectual. / Siempre tan reservada, a todas horas timorata. / Mi incomodidad me perjudica, / y sin embargo he soñado con excesos y fantasías indecentes / a pesar de mi aspecto recatado, discreto y decoroso”. Dice no ser mala consigo misma, sino simplemente realista. “Esa es la imagen que ven los demás. Cuando mis hijos me imitan, siempre adoptan mi horrible vocecita. Odio verme gesticular en mis películas, donde tampoco creo que actúe demasiado bien, salvo en momentos contados. Nada de lo que sale de mí me gusta, pero he entendido que esa inseguridad forma parte de quién soy. Ahora incluso la reivindico”, dice con una placidez casi total. “Mi problema ha sido que me han caído comparaciones difíciles por todas partes. Yo solo soy objetiva: sé que he tomado algo de mis padres, pero sin llegar al mismo nivel. No tengo ni el talento de mi padre ni la belleza de mi madre. Cuando me dicen que yo también soy guapa, respondo que no. Lo siento, pero no puedo estar de acuerdo”.
Sus complejos se pronuncian, precisamente, en lo físico. Tal vez porque, en su casa, la hermosura interior era solo una milonga a la que los feos del mundo recurrían para consolarse. “Fui educada con la idea de que la belleza física tenía una gran importancia. Es algo que les recrimino a mis padres. Era lo único que contaba, sobre todo para las mujeres. Tal vez había algo misógino en ello: lo primero era ser guapa y después venía el resto”, recuerda. A los 12 años, pidió a sus padres que la metieran en un internado. “Necesitaba un marco más sólido. Mi casa era demasiado caótica”, recuerda. Con el tiempo ha entendido que no todo fue malo. Su padre le enseñó lo que era “la exigencia, hasta llegar a extremos un poco maniacos”, mientras que su madre, hija de un militar británico, que popularizó el destape en Francia antes de consolidarse como una de las intérpretes más fascinantes de su generación, le terminó legando su modestia. La frase que más veces le repitió de pequeña fue: “No te lo tengas creído”. Especialmente, después de que se convirtiera en una adorada estrella juvenil gracias a su primer gran éxito, L’effrontée, de Claude Miller, en 1985. “Hoy sigue siendo la característica que más me irrita en los demás: la petulancia de quienes alcanzan el éxito. No me parece un rasgo de carácter bonito”, suscribe Gainsbourg.
Durante su juventud, la joven Charlotte se buscó sin encontrarse. A los 13 años, tras regresar de su internado, se apasionó por la religión de sus ancestros paternos, askenazíes rusos emigrados a Francia a comienzos del siglo pasado. Decidió convertirse entonces en “una judía secreta”. “Iba sola a una sinagoga liberal de París y celebraba Yom Kipur conmigo misma. Me compré un libro de plegaria con transcripción fonética para poder rezar en hebreo, aunque no entendiera nada de lo que decía”, dice poniendo los ojos en blanco. “Me sentía ofendida cuando me recordaban que nunca sería judía porque mi madre no lo era. Gran parte de mi familia era profundamente antirreligiosa, pero yo necesitaba formar parte de algo”, recuerda. Ese brote de religiosidad coincidió con la muerte de su abuela, una de las pocas supervivientes de una familia donde había muchos más muertos de los que creía. “En mi casa se hablaba mucho de la guerra, pero sus relatos eran felices. Me costó mucho tiempo entender que, si se ponían así de alegres, era solo porque eran los únicos que habían logrado permanecer con vida”, explica. Por otra parte, su padre también tenía insospechadas aristas trágicas. Su nombre real era Lucien Ginsburg y ocultó, casi hasta el final de su vida, que un director de orquesta le salvó la vida al esconderlo en la Francia profunda para escapar del asedio de los nazis.
Para su padre, Charlotte fue la niña de sus ojos. Para algunos, su relación fue incluso limítrofe con la pasión. Con su cáustico sentido del humor, que hoy le costaría alguna que otra condena judicial, Gainsbourg le escribió y le hizo cantar Lemon Incest, donde aludía con ambigüedad al amor imposible entre un padre y una hija. La Francia de los ochenta se estremeció ante la mayor provocación de Gainsbarre, la última encarnación del compositor: una especie de doble bronquista que deambulaba por los platós televisivos quemando billetes de 500 francos y proponiendo sexo en directo a una incrédula Whitney Houston. Su hija entiende la reacción, pero la considera desproporcionada. “Nunca ha habido ninguna duda sobre lo que dice la letra de esa canción. Mi padre habla de un amor no consumado. Me parece una pena que no se pueda hablar de ciertos temas, incluso cuando son graves. Creo que hoy sería imposible grabar una canción como esa”, lamenta. ¿Vivimos en un tiempo más puritano que hace tres décadas? “Sí, más puritano y más aséptico. Hoy todo debe ser biempensante y políticamente correcto”, denuncia con una mueca de hastío. Pero luego añade una apostilla inesperada viniendo de la hija de los dos adalides de la revolución sexual en Francia: “A la vez, de este clima ha surgido la posibilidad de que las mujeres se expresen y digan que hay cosas que no son normales. Si los escándalos sexuales de los últimos meses se hubieran destapado hace 30 años, ¿nos los habríamos tomado tan en serio como ahora?”.
Gainsbourg se dice preocupada por el alcance de los abusos y vejaciones en la industria para la que trabaja, aunque asegura que no los ha sufrido en primera persona. “No lo he vivido, pese a haber trabajado con Harvey Weinstein y con Brett Ratner. Y sé que Lars von Trier también ha sido atacado. Solo puedo decir que a mí nunca me hizo nada. Jamás”, afirma sobre el director danés, al que sigue agradeciendo que le diera los papeles protagonistas de Anticristo, Melancolía y Nymphomaniac. Sin embargo, tras sus respectivos rodajes, no dudó en señalar lo duro que es enfrentarse a Von Trier. “La escena final de Melancolía fue insoportable. Lars me torturó, pero fui yo quien se lo pidió”. Hoy reivindica esos papeles como su mejor experiencia en una carrera que también la ha llevado a trabajar con Todd Haynes, James Ivory, los hermanos Taviani, Patrice Chéreau, Michel Gondry, Alejandro González Iñárritu y Roland Emmerich. “Siento empatía hacia esas mujeres, es un asunto grave, aunque yo no haya tenido esa experiencia”. Afirma, pese a todo, que la seducción no desaparecerá en la relación que un cineasta mantiene con sus intérpretes. Tampoco le parece intrínsecamente mala. “Un director que te escoge para un papel siente un deseo. Y todo intérprete, sea hombre o mujer, utiliza todos sus encantos para entrar en ese juego. Lo inaceptable y lo terrible es que eso se convierta en una lucha de poder y en una voluntad de sumisión. Podemos trabajar en condiciones que no sean sucias”, concluirá antes de llevar su mar de fondo, inesperadamente agitado, hacia otro lugar.