“El deseo y la culpa” por Alex de la Iglesia

La reivindicación de Scorsese como el mejor director de cine de nuestro tiempo no puede ser más oportuna

EL PAIS (26 de abril de 2018)

Conozco a Scorsese como cineasta desde que tenía 11 años, cuando vi la magistral Taxi Driver. Un nuevo mundo se abría ante mí, lleno de imágenes de una potencia inaudita, personajes prodigiosos, convulsos, inestables, mundos cinematográficamente desconocidos, cargados de una violencia y una verdad sin referentes. Recuperé Malas calles confirmando un estilo único, visceral, sin límites, donde la religión y la moral combaten contra el sinsentido de una realidad engañosa, impuesta por una sociedad incapaz de reconocer la existencia de lo otro, del monstruo que llevamos dentro.

La reivindicación de Scorsese como el mejor director de cine de nuestro tiempo no puede ser más oportuna, en estos años donde la corrección política y la domesticación del arte está convirtiéndose en un peligro que amenaza las bases sobre las que se sustenta la creatividad, la libertad de expresión y la cultura. Las películas de Scorsese son tratados de ética. Es un director que nos coloca en lugares moralmente incómodos, porque nos enseña sin tapujos el tremendo disfrute que el mal proporciona a los que lo ejercen. Nos explica que las cosas no son como nos las cuentan, que la violencia, el dolor y el exceso forman parte indisoluble de los más profundos instintos del ser humano y que negarlo solo nos empuja precisamente a la sinrazón que la racionalidad se empeña en rechazar. Scorsese es un moralista, un hombre profundamente religioso que viaja en cada película a su propio infierno para buscar inspiración (y redención).

Allí juega con el deseo, con el pecado, con lo que más queremos y tememos: descubrirnos a nosotros mismos como culpables. Somos culpables porque nos gustan sus películas y amamos a sus personajes. Culpables porque entendemos las motivaciones de los protagonistas, les apoyamos y disfrutamos con sus deleznables crímenes. Y entonces viene la culpa, el horror del final del segundo acto, cuando empezamos a sufrir las consecuencias de ese tremendo viaje. El peso de la ley cae sobre nosotros, empujándonos al arrepentimiento. Nos obliga a traicionar a nuestros amigos, a ese pasado frenéticamente divertido del que nos sentíamos tan orgullosos, y que sin embargo, acaba destruyéndonos.

El tercer acto se presenta como una pretendida liberación. Pagamos por lo que hemos hecho, y parece que la conclusión conduce a un final feliz. Las cosas vuelven a su cauce, y la sociedad puede dormir tranquila. Pero ahí Scorsese toma un rumbo nuevo, que pocos se han atrevido a elegir. Nos dice que esa felicidad es amarga. Nos enseña que la traición no merece la pena. En el fondo de nuestro corazón sabemos que esa estabilidad prometida es el verdadero infierno, la muerte en vida. Las Vegas invadida por la tercera edad, la mirada de Ray Liotta desde su trágico apartamento para testigos protegidos, o Di Caprio impartiendo clases a lamentables aprendices de bróker. La vida solo merece la pena ser vivida sin límites, aunque eso te condene a la destrucción. Es un mensaje sobrecogedoramente amoral, pero aleccionador para todos los que no hemos tenido el valor de afrontarlo. Para eso sirve el cine, para vivir vidas que no son la nuestra. Dios bendiga la sinceridad de este hombre, y su inabarcable valentía.