El director de fotografía de cineastas como Wim Wenders, Jim Jarmusch o Lars von Trier fallece en Ámsterdam a los 78 años
EL PAIS (5 de julio de 2018)
En una de las escenas más poderosas de París, Texas, obra cumbre de la filmografía de Wim Wenders, marido y mujer se reencuentran después de muchos años en una pequeña habitación, separados por un cristal. Ella sí puede verlo a él, pero Harry Dean Stanton permanece pegado a una pared opaca, intuyendo la presencia de la persona que se encuentra detrás, la misma que fue su compañera en otro tiempo. En aquella habitación se encontraba, en aquel momento, otro cristal de mecánica similar: el de la cámara de Robby Müller. Una cámara que hace tiempo que dejó de fotografiar el color y la luz, y que ayer se apagó para siempre después de que el director de fotografía holandés falleciese en Ámsterdam a los 78 años, tras una larga enfermedad.
Müller nació en 1940 en Willemstad, la capital de Curazao, una de las cinco islas caribeñas que componen las Antillas Neerlandesas. Comenzó su carrera como director de fotografía a principios de los años 70 en Alemania, de la mano de un jovencísimo Wim Wenders, con quien colaboró en el corto Alabama (2000 Light Years) y en varios de sus primeros largometrajes, como Summer in the City o El miedo del portero ante el penalti. Ahí comenzó a fraguarse la que sería una amistad muy prolífica en lo artístico. En los años siguientes trabajarían juntos en películas del calado de Alicia en las ciudades, La letra escarlata o la propia París, Texas.
A lo largo de sus años como director de fotografía de Wenders, Müller desarrolló una especial habilidad para el retrato de paisajes (urbanos o rurales) desesperanzados, en conexión con la soledad que el cineasta alemán buscaba imprimir a sus personajes. En París, Texas alcanzó la máxima expresión de esta línea de trabajo, potenciado además el uso del color como mecanismo narrativo, en un ascenso constante desde los tonos desgastados del principio del film hasta la paleta cromática de pasteles intensos con la que culmina su relato.
A partir de los años 80, Müller inició un proceso de expansión creativa que lo llevó, en primer lugar, a trabajar en Estados Unidos con directores como William Friedkin, para quien fotografió Vivir y morir en Los Ángeles; o Peter Bogdanovich, con quien trabajó en Saint Jack (El rey de Singapur) y Todos rieron. Allí conoció a Jim Jarmusch, un joven cineasta americano que comenzaba su carrera como director y con el que colaboraría en la mayor parte de sus primeros trabajos.
Con Jarmusch, Müller exhibió una sensacional destreza en el empleo del blanco y negro. Lo hizo, por ejemplo, en Bajo el peso de la ley, película protagonizada por Tom Waits a la que proporcionó un aire cándido de sordidez; o en Dead Man. De vuelta al color, acompañó a Jarmusch en la consolidación de su estilo cinematográfico en Ghost Dog, el camino del samurái, posiblemente la película que lo confirmó como un nombre a tener en cuenta dentro del cine independiente norteamericano.
En los últimos años de su carrera como director de fotografía, que finalizaría a principios del siglo XX, Müller colaboró con Lars von Trier en dos de las películas clave de su filmografía: Rompiendo las olas y Bailar en la oscuridad. En ellas volvió a demostrar su amplio dominio de la temperatura del color como recurso expresivo, además de su eclecticismo formal, fundado siempre en la conjunción entre su estilo propio y la comprensión de aquello que sus directores le pidieron a lo largo de su carrera. Porque esa es la única manera de que cineastas como Wenders, Jarmusch o Von Trier, con una voluntad de autor tan definida, confiasen en él a lo largo de tantos años.