El cineasta recuerda al autor de «La cabina», con quien ha compartido media vida
No estaba preparado. Vaya semana. Días después de la muerte de Horacio Valcárcel. Él, Antonio y yo hemos sido los tres amigos durante cincuenta años. A Antonio lo conocí en casa de Horacio. Teníamos el miniclub que nos reuníamos todos los lunes en «Los Austrias» la cafetería de la Avenida de Valladolid. Estuvimos viéndonos hasta que Antonio, que padecía alzhéimer, ya no pudo continuar. En los últimos tiempos ya no sabía que era el autor de las películas estupendas que hizo. ¡Ay que ver! Lo que fue «Farmacia de guardia» y «Verano azul» en televisión, o «Turno de oficio». Y películas como «La hora de los valientes», que muestra el conflicto a través de los héroes que salvaron el Museo del Prado, y «La Cabina» y muchísimas cosas más. Sobre Mercero hay que decir que era un gran director, era extraordinario y está infravalorado.
No había nada solemne en nuestra amistad, pero a lo largo de los años ha dejado mucho poso, ¡qué recuerdos! Creo que éramos personas con un amplio sentido del humor, para los que la vida ofrece cosas estupendas y a la vez sencillas: el amor, la amistad, los viajes, la afición al fútbol, los proyectos, conocer otros lugares y culturas… Pero si algo queda por encima de todo aquello es el sentido del humor. En Mercero hay sobre todo un gran sentido del humor. Horacio era gallego y eso cambiaba las cosas, por la retranca. Mercero era vasco, de Lasarte, San Sebastián (fuimos juntos varias veces a ver el Cross de Lasarte, ese en el que los corredores acaban embarrados). Había estudiado derecho en Valladolid por presiones familiares y cuando dijo en casa que iba a dedicarse al cine, su madre estaba horrorizada. Y le dijo: «Tranquila, mamá, que yo voy a hacer cine religioso…»
Queda su trabajo, que ha dejado huella en la televisión en España. Antonio y Chicho Ibáñez Serrador son los dos nombres que resumen lo mejor del medio en nuestro país. Y en el cine hay que reivindicar su huella también. Fundó la Escuela de Cine, tenía una manera de filmar maravillosa. Yo siempre le dije que lo mejor que había hecho en su vida fue filmar el Fuero de los Españoles en «Crónicas de un pueblo», una serie que parecía de Truffaut, qué bien hecha estaba, con aquel pueblecito que se inventó, en el que había un maestro, los chicos, el cura, el cartero… Era el Fuero de los Españoles, visto por Antonio. Y no se conocen tanto, pero tiene documentales estupendos, como «La Balada de los Cuatro Jinetes».
Se ha ido una gran persona. No estamos preparados para la muerte de los amigos, no me lo esperaba. Deja hijos maravillosos, alguno de ellos dedicado al cine, como Iñaki, al que yo llevé de ayudante para «Historias del otro lado» y ahora es un cineasta estupendo. Pero su marcha me afecta directamente, estoy en «shock», me obliga a pensar que lo real es que aquí no se va a quedar nadie, tarde o temprano nos vamos a ir todos los miembros del club. La verdad es que lo pasamos muy bien escribiendo guiones, charlando y hablando de fútbol. Él era de la Real Sociedad y cuando venía a Madrid íbamos a verlo juntos. Todo sin solemnidad, algo que los españoles a veces no saben evitar, vemos todo trágico, y nosotros preferíamos la ligereza de Lubisch antes que esa solemnidad tan europea.
Había una amistad por encima de la profesión, o aparte de la profesión, y eso es extraordinario, pero es que además saber que podíamos compartir lo que nos aburría Antonioni enriquecía mucho esa amistad. Pensar que lo único te queda es el recuerdo es duro. Eso nunca acabará, en el recuerdo existe la persona. Una amistad desde 1964 no va a desvanecerse.
José Luis Garci