Entrevista con François Truffaut

Desde que en 1959 irrumpiera en el cine con sus 400 golpes, François Truffaut ha realizado diecinueve películas en veinte años. El entusiasmo inicial dejó paso posteriormente a una sospechosa frialdad ante un cineasta que se consideraba integrado. Hoy, disipados muchos estúpidos fantasmas, el autor de Tirez sur le pianiste, L’enfant sauvage, Les deux anglaises et le Continent y Le dernier Metro, aparece como uno de los pocos narradores del cine moderno y como un ejemplo de rigor, sobriedad y coherencia. Sus películas, sus gustos, sus odios, sus miedos y sus intuiciones también se han abordado con singular sinceridad. La presente entrevista es una de las más largas que Truffaut ha concedido y, sin duda, la más esclarecedora

CASABLANCA: ¿Por qué se mostró tan reticente a la realización de esta entrevista?

FRANCOIS TRUFFAUT: Vayamos a ello pero sabiendo que quizá esta entrevista no llegue a publicarse. Tengo mis reticencias respecto a las entrevistas porque cuanto más trabajo, menos cosas tengo que decir sobre mi trabajo. Estoy actualmente en pleno montaje de Le Dernier Metro, y lo único que me preocupa son la relación de los planos, las cuestiones de ritmo, de encuadre, la introducción de la música; y si tengo que hablar de otras cosas, entonces debo fingir.

Antes se hacían muchas menos entrevistas. Me decidí a escribir el libro de discusiones con Hitchcock para demostrar a los periodistas americanos que ese hombre famoso al que ellos subestimaban, era el más competente de Hollywood. Hoy en día, hay un elemento de propaganda en las entrevistas que me molesta bastante. Hay que vender, y eso lleva a decir frases como: «Sabe, no es solamente la historia de un tipo que tiene cáncer, es también un verdadero canto de amor.» Esto es el lado publicitario que me da vergüenza.

En el fondo, lo que me hace feliz en el cine es que me proporciona el mejor empleo del tiempo posible. La elaboración del guión es difícil pero no es una etapa angustiosa, porque si un día trabajas mal, al día siguiente rompes las hojas y vuelves empezar, eso cuesta sólo el precio del papel. La preparación me deprime porque, al tratar de contestar a todas las preguntas que me hacen tengo la impresión de ser un maníaco al que se trata con una comprensión poco usual. La gran etapa es el rodaje, todo va demasiado deprisa pero es intenso, emocional, hay que actuar constantemente, para bien o para mal. Para terminar, el montaje llega como un desahogo: aunque los actores se vayan a morir, ya hemos grabado todas las imágenes que necesitamos. En el montaje ya no le puedes hacer daño a la película, tienes tiempo para experimentar, mejorar. El estreno me atormenta, sobre todo a causa de la promoción publicitaria. Lo ideal es no estar en París. Guardo un buen recuerdo del estreno de Adèle H. porque me fui a América. La joven protagonista tenía tanto interés en la película que yo estaba completamente seguro de que la presentaría apasionadamente.

La pregunta que más temo es: «¿Cómo se sitúa usted?» Simplemente, me parece indecente eso de situarse a uno mismo, no es un ejercicio natural. Y además hay que mentir, simular haber obtenido en la pantalla todo lo que se quería cuando, en realidad, uno es el mejor crítico de sí mismo, o al menos el más severo.

A través de las entrevistas, uno pretende más o menos proyectar una imagen ventajosa de uno mismo, y esto es ridículo. Cuando empecé en esta profesión probablemente necesitaba que me reconocieran pero, ahora mismo, mi único deseo es que mis películas se amorticen para poder seguir. Tengo que añadir que no estoy seguro de tener nuevas ideas que expresar, mis ideas sobre el cine no cambian demasiado, tengo miedo de repetir las mismas cosas, con las mismas fórmulas. Desde hace diez años, en cada entrevista hablo de Johnny cogió su fusil porque esta película me impresiona y me seduce.

Es posible que me impresionen con más fuerza las películas que he visto antes de convertirme en cineasta. A veces pienso que la cosa más lógica para un artista sería que no le gustara nada del trabajo de los demás. Si tú eres un lector de libros, un espectador de películas, te puede gustar un libro o una película al cien por cien porque eres más sensible a las intenciones que a la ejecución. Si eres de la profesión habrá siempre, en la ejecución de otro, algún detalle, alguna diferencia, alguna divergencia que hará imposible la adhesión incondicional. Yo pongo a Chaplin muy en alto y le encuentro infinitamente más interesante que Jesús, por ejemplo, pero le pongo pegas a La Condesa de Hong Kong. Creo entonces que, al examinar el trabajo de otro, habría que abstraerse, aceptar el sistema elegido por el otro, intentar entrar en su juego y no comentar sino lo que nos gusta.

C.: En pocas palabras, lo que está usted reivindicando es una ética profesional. Uno tiene un trabajo, emplea su tiempo en algo, y no hay ninguna razón para hablar de ello, es indiscreto ¿Pero quizá no es usted uno de los pocos en poder decir eso, en la medida de que hay siempre menos gente que considera el cine como una profesión, eso es, algo que uno hace durante diez, veinte años, una película al año, un poco como los americanos? Porque, si no es una profesión, cada película se convierte en un golpe de fuerza, se está jugando con la suerte: eso es un poco lo que ocurre en el cine francés ahora mismo.

T.: Sí. Si uno se siente incomprendido, o rechazado, la entrevista ofrece una ocasión para explicarse, la esperanza de hacerse comprender.

UNA CARRERA CONTINUADA

C.: Nos gustaría preguntarle sobre la forma en que usted lleva su carrera, o, si no acepta esta palabra, sobre la permanencia de su trabajo.

T.: La palabra carrera no me choca en absoluto, ni la palabra ni la cosa en sí. Es menos pretenciosa que la palabra obra. De todas formas, si uno hace una cosa, vive de ella, y tiene ganas de continuar, pues bien, está haciendo una carrera. Lo único que me apetece hacer son películas. Si me quedara ciego intentaría seguir, colaborando en algunos guiones.

Los ataques en contra de la pobre industria cinematográfica francesa a la que acusan de ser el cine de los beneficios me parecen fuera de lugar porque los productores se están arruinando uno detrás de otro. Se ataca tanto a los productores acusándoles de pensar sólo en ganar dinero, como riéndose de ellos porque lo pierden. En Estados Unidos es todo más sencillo: una película es buena si produce beneficios, mala si pierde dinero, es tan matemático como deporte de competición ¡En Hollywood no pierden mucho tiempo en discusiones estéticas!

C.: En realidad hay muy pocos cineastas de su generación, por no hablar de los más jóvenes, que puedan rodar una película al año desde hace mucho tiempo, aunque lo hagan como profesión.

T.: Sí, creo que fue una cuestión de suerte, al principio. Mi suegro, que dirigía la Sociedad Cocinor, produjo mi primera película, Los cuatrocientos golpes. El me sugirió que si quería tener las manos libres, debería crear mi propia productora. Entonces fundé Les Films du Carrosse –en homenaje a La Carroza de Oro- y por casualidad esa pequeña sociedad sigue en pie después de veinte años. Todo empezó, entonces, con esa primera película que ganó mucho dinero, pero lo que yo no podía prever era la forma en que me iba a comportar en esta profesión. Yo, que había pasado mi juventud escapándome del colegio para ir al cine, desde que me encontré con Les Films du Carrosse y una oficina, pues bien, no he podido faltar a la oficina un solo día en veinte años.

Incluso los días en que estrenan el último Bergman o el último Fellini, me espero hasta las siete de la tarde para ir, posiblemente porque me siento directamente responsable de los que trabajan conmigo.

En pocas palabras, tengo unas obligaciones y debo mantenerlas, más porque no estoy solo. Con Jean Gruault, Suzanne Schiffman u otros guionistas, decidimos un guión. Marcel Berbert, que administra la Carrosse desde el principio, y Gérard Lebovici, mi agente, determinan el presupuesto, buscan financiadores y redactan los contratos que protegen la película. Me siento muy apoyado en esta etapa, y el juego consiste entonces en hacer lo que me apetece intentando no derrochar el dinero de los financiadores. Sin esta organización y este equipo, habría posiblemente renunciado a la Carrosse y estaría trabajando para unos productores.

Mi segunda película, Tirez sur le Píaniste, la produjo Pierre Braunberger, que había comprado Les Mistons y rechazado Los Cuatrocientos golpes, y al que le gustaba la novela de David Goodis. Le Pianiste fue un fracaso, confirmando la opinión de la prensa en su denigración de la Nouvelle Vague: «Su primera película está lograda porque cuentan su vida, con la segunda se dan de cabeza porque no son profesionales».

Por culpa de esta ducha fría, el rodaje de Jules et Jim fue muy angustioso. Conseguí rodar esa película gracias a la confianza de Jeanne Moreau. No teníamos distribuidor -mi suegro había muerto- y solamente cuando la película estuvo terminada nos tranquilizamos: a los Siritzky les había gustado la película, quisieron estrenarla, fue bien en todas partes y tuve la impresión de que ya era de la profesión.

Por lo que, cuando Ray Bradbury me cedió los derechos de Farenheit 451, me di cuenta de que nunca encontraría financiadores para esa película en Francia. Un productor americano, Lewis Allen, me había llamado para proponerme The Day of the Locust, sobre la novela de Nathanaël West. Le propuse Farenheit 451 en su lugar y él aceptó a condición de que la película se rodara en inglés y en Inglaterra.

C.: Ahora tenemos la impresión de que, al cabo de los años, ha seguido usted una política de alternación de proyectos que parece muy meditado. Tenemos la impresión, viendo la sucesión de películas, que usted sabe que tal o tal proyecto es arriesgado mientras que otros van a ir mejor. Usted lleva una política parecida a la de un editor que se arriesga con un ensayo difícil pero sabiendo que puede contar con otras cosas…

T.: Mi única táctica de alternación es la de rodar una película de bajo presupuesto después de cada película cara, con el fin de no verme arrastrado en la escalada que lleva a las concesiones graves, a la megalomanía o el paro. Cuando volví de Inglaterra, estaba decidido a trabajar a marchas forzadas, a rodar preferiblemente películas en francés y a llevar adelante varios proyectos al mismo tiempo. Mientras rodaba Besos robados al principio de 1968, estaba preparando La Sirena del Mississippi y El Niño salvaje. A los de la Unidad Artists no les gustaba el proyecto de El niño salvaje, más que nada porque yo quería rodarlo en blanco y negro. Al final dijeron: «de acuerdo para el Niño salvaje, pero irá con La Sirena del Mississippi y así amortizaremos las pérdidas de una con los beneficios de la otra.» Acepté y entonces se produjo esa cosa divertida, que demuestra que no se pueden hacer previsiones: ¡con un presupuesto de 750 millones de viejos francos, la Sirena perdió 350 mientras que El Niño salvaje, que costó poco menos de 200 millones, ganó 400!

A decir verdad, no habría que hablar solamente de fracasos y éxitos, sino también de impresión de fracaso e impresión de éxito. Nunca habría que razonar sobre el número de entradas vendidas exclusivamente en París, porque una película puede multiplicar esa cifra por seis en toda Francia, y puede también conseguir medio centenar de contratos de venta en todo el mundo.

RELACIONES CON LAS GRANDES COMPAÑIAS AMERICANAS

C.: ¿’Cuáles son sus relaciones, su forma de trabajar, con la United Artists?

T.: Lo que más aprecio, a la hora de trabajar con una compañía americana, es la  libertad y, por encima de todo, la libertad de elegir los actores que me gustan, famosos o desconocidos. Hay actores importantes en Le Dernier Métro pero sentía que el único personaje malo de la película sería más convincente si lo interpretaba alguien cuyo rostro no fuese conocido. Cogí entonces a mi amigo Jean-Louis Richard y pienso que es mejor que cualquier otro actor que hubiese añadido a los otros.

Ahora bien, hay que considerar que las relaciones de trabajo que se pueden tener con una de las grandes compañías no significan necesariamente fidelidad a largo plazo. Cuando terminamos el guión de La Noche Americana, se lo llevé naturalmente a la United Artists porque ya habíamos hecho cuatro películas juntos y, con gran decepción por mi parte, lo rechazaron como estaba en su derecho. Por casualidad me encontré con Bob Solo que andaba buscando proyectos franceses para la Warner Bros. El quería hacerla, propuso el guión a los de Burbanks y éstos aceptaron. La película ganó el Oscar y una docena de otros premios americanos, fue la euforia, el idilio con los de la Warner que me decían: «¿Cuándo nos va a dar su próximo guión?» Les di a leer Adèle H. Consternación, rechazo. Estaban en su derecho. Volví a ir a la United Artists, les gustó Adèle, la adoptaron y se encontraron bien porque volvimos a trabajar juntos en las tres películas siguientes, La piel dura, El hombre que amaba a las mujeres y La Chambre Verte.

Antes de Tiburón y los grandes éxitos que le siguieron, los americanos tenían que producir pequeñas películas nacionales, no sólo en Francia sino también en Italia o en España, para facilitar la penetración de su producción, que no era por entonces lo bastante universal. Las cosas han cambiado mucho en cinco años, cada compañía americana ha conseguido lanzar un verdadero éxito mundial que ha arrastrado el resto de su producción. Dicho en otras palabras, los americanos nos necesitan cada vez menos, necesitan cada vez menos películas rodadas en idiomas que no sean el inglés.

UN SISTEMA DE PROTECCION

C.: Usted da la impresión de ser un cineasta con un sistema de protección muy fuerte. Por una parte, no le gusta la inspiración genial, por lo que tiene un trabajo de oficina, unos horarios, una especie de obligación; no le gusta el centralismo parisino por lo que funciona en relación con sistemas de producción multinacionales y un sistema de distribución mundial, le gustan las construcciones que podían existir en cierto cine clásico pero su oficina está a pesar de todo en París. Resumiendo, usted no da la impresión de matarse trabajando, pero al mismo tiempo ha organizado un dispositivo que le permite tener todas las ventajas de cierto sistema de cine con los mínimos inconvenientes.

T.: Sí, es verdad ¿Pero dónde quiere usted que ponga mi oficina si no es en París? Desde la desaparición de los Studios Marcel Pagnol de Marsella, sólo se puede revelar película en París. Me alegró mucho cuando Pagnol, en el Express, me citó como continuador suyo, pero pienso que Claude Lelouch se encuentra más cercano a la autonomía e independencia de Pagnol, y sobre todo Claude Berri. Mi organización tiene dimensiones más modestas, más cercanas a las de Films du Losange de Eric Rohmer. Otro que ha sabido conquistar este tipo de independencia es Jean-Pierre Mocky. A decir verdad, me entiendo mucho mejor con los directores-productores que luchan y procuran no quejarse que con los niños mimados que creen que todo les es debido. Las responsabilidades, financieras o de otra clase, impiden ceder a los estados de ánimo. Por supuesto, el comienzo de cada rodaje, el miedo está allí, y siempre la misma impresión de empezar desde cero, cada vez. No tengo un carácter muy difícil, pienso que podría trabajar armoniosamente con productores como Robert Dorfman, Mnouchkine o Albina de Boisrouvrey, pero resulta que cada vez que recibo un guión ya escrito, incluso si es excelente, tengo la impresión de que será más difícil llevarlo a buen término que otro proyecto del que yo sea el iniciador.

No, no estoy en contra del adelanto de distribución, pero siento hostilidad hacia el mecenazgo porque los mecenas, por definición, no buscan recuperar su dinero, lo que significa, nueve veces entre diez, condenar la película al olvido. Si usted le pregunta a los encargados de las pequeñas salas privadas de París, les dirán que en sus cabinas hay montañas de copias de películas marginales que nadie ha ido a recoger. Sí. Esas son las películas de los mecenas. Todo marchó bien para La Edad de Oro y Sangre de un Poeta porque no estaban destinadas a la explotación normal pero encuentro que un joven cineasta como Garrel, el mecenazgo le ha hecho mucho daño. Yo no sé quién ha financiado María pour mempire pero es una película soberbia que tendría que haber tenido un lanzamiento normal. Lo mismo digo por La Fille Unique.

C.: «El discurso sobre la crisis del cine no parece afectarle demasiado: 1° porque usted sigue su carrera normalmente, llevando adelante una película tras otra; 2° porque no hace usted declaraciones llorosas sobre la suerte de los cineastas, que suelen ser el corolario de este discurso sobre la crisis repetido en todas partes..

T.: Los economistas han dicho muchas veces, no sé si será verdad, que la industria del cine ha sido siempre deficitaria. Según su razonamiento, los profesionales llegan siempre a recuperar su aportación, mientras que el déficit anual es asumido por un mecenas temporal que se renueva. Si eso es verdad, lo que no me extrañaría nada, sería una versión anárquica del sistema de tax-shelters canadienses o alemanes que incitan a los industriales a pagar menos impuestos sobre los beneficios de sus negocios invirtiendo en el cine.

Se sabe muy bien que lo que llamamos la crisis es en realidad una reconversión, porque los espectadores prefieren ver las películas en casa. Nunca han visto tantas. Se habla demasiado de la crisis y sobre todo en televisión, en las emisiones que se su pone deberían promover el cine. Si en televisión hablaran todas las semanas del aumento del precio del papel, de la dureza de los editores, del precio de los libros y los caprichos de los libreros ¡Bien, pues la gente dejaría de comprar libros! Desde principios de mayo, el tiempo ha sido maravilloso, cuatro chaparrones al día en toda Francia, los cines han hecho recaudaciones milagrosas y tanto mejor para Taveriier y Resnais. Gracias a eso, muchos productores han recobrado la confianza. Encuentro un poco demagógico que un director pretenda que si la industria no se interpone entre él y el público, los espectadores se precipitarán a ver su película. Yo creo que la verdadera lucha es la que hay que llevar con uno mismo, con nuestras dudas, nuestras insuficiencias, nuestros límites, nuestros errores y, por otra parte, con la indiferencia del público. Todos los que trabajan en el campo de la ficción están un poco locos, un poco neuróticos. Su problema es hacer que su locura, su neurosis, sea interesante para los demás. A veces eso sale, a veces no.

El adelanto de distribución está muy bien, la ayuda a la difusión es excelente, la desgravación del arte y ensayo es oportuna, pero hay que tener claro que entonces la etapa siguiente consistirá en subvencionar a los espectadores o en hacer obligatoria la visión de ciertas películas. La debilidad del discurso cultural es la de silenciar la necesidad que tiene una película de ser atractiva. Nadie tiene un público fijo. Ninguna otra novela de Quenau ha tenido el mismo éxito que Zazie dans le Metro, ninguna novela de Mabokov ha tenido más éxito que Lolita.

Contrariamente a Marguerite Duras, cuyo trabajo a menudo me gusta, no creo en un público diferente que se especializa en películas diferentes; y diferentes ¿De qué y en qué?

Mientras que Marcel L’Herbier, Germaine Dulac, Louis Delluc, Jean Epstain hacían un cine diferente, Jean Renoir rodaba Tire su Flanc, On purge bébe y Boudu sauvé des seux. Escuche lo que dice Jean Renoir en su novela La Coeur a l’aise: «Para ciertos espíritus, solamente lo marginal tiene interés. Para mí es el contrario. Sueño con éxitos normales, en escenarios normales, delante de un público normal.»

Me gusta también lo que dice Audiberti: «El poema más oscuro se dirige al mundo entero.» Por otra parte Audiberti decía siempre unas cosas formidables, por ejemplo: «Una película gana algo de entrada si es mejicana». Encuentro eso epatante, es la forma superior de la crítica.

EL COMPROMISO

C.: Tenemos la impresión de asistir a una victoria total y peligrosa de la política de autores, con personas que, desde su primera película, o después de su primera película, hablan como «autores», y al mismo tiempo, desde hace algunos años, en el fondo del discurso sobre la crisis del cine, vuelve la idea de que, en el fondo, el productor no es tan malo ¿Es que no existe un punto de equilibrio posible entre estas dos posturas, una postura de compromiso, por así decirlo?

T.: A mi entender, Hitchcock ha sido el director más honesto en sus propósitos, incluso si hay que leerle un poco entre líneas. La primera vez que le entrevistamos, Chabrol y yo, nos habló de compromiso, y esto nos preocupó: ¿Por qué ese hombre, al que acabábamos de decir que admirábamos, hablaba de compromiso? Lo mismo hizo cuando Bazin le preguntó durante el rodaje de To Catch a Thief, en la Costa Azul. Finalmente, las fechas concuerdan, eso se sitúa poco después del rodaje de I Confess, película cuya concepción tuvo que deteriorarse bastante sobre el primer guión y el film terminado. En uno de los dos libros sobre Montgomery Clift recientemente publicados, el autor afirma que el primer guión de I Confess llegaba hasta la ejecución capital del Padre Logan, reconocido culpable de asesinato.

Porqué y cómo llegó Hitchcock a hacer una concesión tan grave, no lo sé. Puede que a causa de las presiones religiosas, ya que el film se había rodado en el Quebec en inglesias de verdad, o quizá a petición de los responsables de la Warner Bros.

Sea como sea, el proyecto de I Confess se degradó y Hitchcock llegó a rodar ese final policiaco que, efectivamente, no es digno del resto. Esta historia muestra hasta qué punto Hitchcock fue sincero en esa primera entrevista, y hasta qué punto tuvo que luchar para conseguir obras maestras como La Ventana Indiscreta o Con la Muerte en los Talones. Esta idea de compromiso, de todas formas, no se aplica bien a Hitchcock, porque él llegaba casi siempre a establecer la coincidencia entre lo que podía y lo que quería. Si uno le presionaba un poco: «En el fondo, si usted fuera completamente libre ¿Qué película haría?», el no describía jamás una película vanguardista, sino una película de Hitchcock con un poco más de crueldad aparente. Yo creo que le habían chocado las audacias de Stroheim. Más recientemente había llegado a admirar Tristana a imagino que sentía un poco no haberse podido permitir, él, hacerle llevar una pierna de madera a una bella rubia. Se tomó la revancha con las gafas.

Uno de estos días descubriremos que si toda la obra de Renoir es sensual, toda la de Hitchcock es sexual.

Volviendo a Hitchcock, no siempre se divertía cuando trabajaba para Selznick. En Rebecca, cuando Manderley está en llamas, Selznick envió un memorandum a Hitchcock: el humo del incendio debía trazar una gran letra R en el cielo. Hitchcock detestaba la idea y entonces hizo bordar la letra R sobre las almohadas de satén de la cama de Rebecca y mostró cómo las llamas consumían las almohadas. ¡Un compromiso muy hábil! Dicho esto, Selznick no estaba siempre equivocado. Si el principio de Rebecca se parece al principio de Ciudadano Kane no es pura coincidencia. Orson Welles había adaptado Rebecca para su programa de radio, Mercury on the air, Selznick lo grabó y lo envió a Hitchcock a Londres reprochándole el haber redactado una primera adaptación respetuosa y demasiado modesta. De todas formas, yo prefiero a Hitchcock cuando está libre, el Hitchcock después de Salznick.

GODARD

C.: ¿Es posible para un cineasta discutir seriamente con otro sobre sus posturas respectivas, sus elecciones? Sabemos que eso no ocurre nunca. Godard expresa su idea de que las cosas positivas se alcanzan cuando hay por lo menos dos personas hablando, dos guionistas en la cantina de Hollywood, dos críticos en la época de la Nouvelle Vague, hoy en día puede que Coppola y Wenders… ¿Habla usted ahora con alguien?

T.: Usted cita a Godard pero el ejemplo está mal elegido porque él pertenece justamente al grupo de los envidiosos compulsivos. Cuando Rivette obtuvo el mayor adelanto de distribución jamás concedido, 200 millones de francos para cuatro películas, Godard se desencadenó en Pariscope: «El placer de Rivette es el mismo que el de Verneuil pero no es el mío. Rivette ya no tiene nada de humano». Después le tocó a Rohmer cuando todo el mundo admiraba La Marquise d’O. Cuando Resnais ganó seis o siete Césares por Providence, entonces Jean-Luc estuvo a punto de cogerse una hepatitis: «Resnais no ha hecho ninguna buena película después de Hiroshirna. En cuanto a mí, las declaraciones de odio de Godard son incontables, se podría creer que ha perdido el sueño por mi culpa. Siempre me ha parecido que los celos profesionales no se pueden justificar a menos que lleguen hasta el asesinato ¿Alguien tiene el descaro de ejercer la misma profesión que tú? Entonces hay que matarle o arreglárselas para vivir con él. Godard conoce muy bien los adolescentes de Valery Larbaud que se ejercitan en repetir a menudo la palabra prune para mejorar la forma de sus labios y estoy seguro de que su rostro llega a ser muy desagradable, deformado por un rictus, cuando dice: «¿Truffaut? No ha hecho jamás una buena película». El héroe de la película de Buñuel, El, decía, con más sinceridad: «La felicidad de los demás me revuelve el estómago».

Si realmente les interesa el tema, volveremos a hablar de Godard, podríamos incluso escribir un libro sobre él: «¡Sí, sí, he dicho Godard!», pero hay que decir también que en cualquier trabajo artístico, cierta soledad es necesaria. Si usted piensa en dos mujeres embarazadas, ellas pueden intercambiar algunas impresiones sobre su estado, sobre su espera, pero su embarazo no es intercambiable.

La frase de Marcel Duchamp tiene un gran contenido de verdad: «En arte, cada uno por su cuenta, como en un naufragio», esta frase expresa todo lo que hay de artificial en la idea de escuela o de grupo. Bien se entiende que durante un rodaje, se almacenan muchos pensamientos violentos, pasionales, hostilidades y arrebatos para los que se necesita a un confidente, puede que el ayudante o la script, y pasa lo mismo con los actores que necesitan desahogarse con la peluquera, puede que con la sastra.

Es verdad que los encuentros casuales entre dos cineastas son muy chocantes: «¿Cuándo empiezas? ¿Cuántas semanas? ¿Para cuándo las mezclas? ¿Y el estrerno?» A veces uno se olvida hasta de desearse buena suerte. Es un poco siniestro.

C.: ¿Y lo que dice Godard del comienzo de la Nouvelle Vague, era esa una época en que las cosas eran posibles?

T.: No, no lo creo, y sé que Godard finge creerlo. Incluso en la época de la Nouvelle Vague la amistad funcionaba en sentido único con él. Como estaba ya muy bien dotado y era muy hábil para hacerse compadecer, se le perdonaban sus mezquindades pero, todo el mundo se lo dirá, el lado retorcido que ahora no intenta disimular, ya estaba allí. Siempre había que ayudarle, hacerle favores y esperarse una mala pasada como respuesta.

El famoso diálogo confraternal de los neorrealistas no debía ir muy lejos, pero las querellas de rivalidades son encantadoras en Italia, más pintorescas, con su tuteo y sentido del humor.

Apruebo su costumbre de escribir los guiones entre cinco o seis, no lo he podido hacer nunca por razones económicas y a veces de susceptibilidades. No soy un fanático del autor único. Cuando Bresson contrata a Giradoux, Bernanos, Jeanne d’ Are o Cocteau, tiene más fuerza que cuando está solo. Me encantaría ver una película de Bresson con diálogos de Marguerite Duras. En el fondo, lo único que cuenta es el resultado y las cuestiones de vanidad hay que dejarlas a un lado. El film es un bebé y el mundo se divide en dos: lo que es bueno para el bebé y lo que es malo para el bebé. Cuando recibes un guión americano, puedes adivinar cuántas versiones precedentes existen porque cambian el color de las páginas para cada versión, entonces hay páginas azules, rosa, verdes y las páginas blancas del principio ¡Evidentemente uno se pregunta siempre si las versiones anteriores no eran mejores! Para terminar con lo de la película considerada como un bebé, lo que siempre me ha gustado de Renoir y Hitchcock, y que es al mismo tiempo uno de sus puntos en común, es que son dos artistas que preferían su trabajo a su propia persona.

LA INTEGRACION

C.: Es curiosa esta idea de integrarse. En la emisión Cineastes de notre temps, lo que más chocó a los entrevistadores fue una tendencia a situarse en una especie de soledad, al mismo tiempo que reivindicaba una pertenencia.

T.: Sí, yo reivindico una pertenencia. Yo no rodaría películas si fuera el único que lo hiciera en Francia. Criticar la sociedad es una cosa, creer que uno no forma parte de ella es una forma de infantilismo. El tema está de moda: «Hay que dejar la sociedad», eso conviene a los chicos que han sufrido al estar demasiado protegidos en su adolescencia, es un tema un poco snob. Desde Los 400 golpes a El niño salvaje, muestro unos personajes que quieren integrarse, llegar a formar parte. Cuando yo era adolescente, salía con chicas que repetían el eslogan de Gide: «Familias, os odio», pero eso me daba mucha risa porque nueve veces sobre diez sus padres eran encantadores y yo estaba entusiasmado cuando me invitaban a su casa. No hay otra cosa en mis películas de la serie de Antoine Doinel. Si me gusta tanto Chaplin es porque ha sido el más grande en tratar este tema de la integración.

Las personas entrevistadas a veces parecen estar sufriendo una crisis de identidad que les lleva a definirse contra los demás: yo no soy uno de esos tipos que ponen la cámara en el suelo…, yo soy el único en saber desmontar la célula fotoeléctrica…, yo soy el único Prix Goncourt que ha trabajado en una fábrica… El otro día, en la emisión de Jacques Chancel, un novelista decía: «Yo soy seguramente el primer francés que ha leído a Proust en un avión supersónico». Es delirante necesitar, hasta ese punto, proclamar su unicidad, eso es posiblemente una rémora de la educación recibida, las clasificaciones en el colegio, las rivalidades entre hermanos, es verdaderamente una locura.

Cuando estuve rodando cerca de Bombay, con Spielberg, encontré, por primera vez en mi vida, personas, unos indios, que no se consideraban como individualidades, ni siquiera como granos de trigo entre otros granos de trigo, sino decididamente como polvo. Un indio muy viejo, figurante ocasional, preguntó cuándo se estrenaría la película, después movió la cabeza para dar a entender, como una cosa absolutamente natural, que se moriría de allí a entonces.

C.: Si tomamos a los personajes de sus últimas películas, tenemos la impresión de que, vistos desde fuera, no son unos marginados, tienen el aspecto de personas integradas o integrables, pero su forma de no pertenecer ya a la sociedad es más bien secreta, interna; es decir, que una vez integrados, hacen cosas que son por lo menos anormales; de cara a la sociedad tienen una idea fija que los aísla. Ya no se trata de una marginalidad, sino de una especie de loca huida desde «dentro».

T.: Creo que en mis primeras películas quería convencer. Mostraba comportamientos «reprensibles» con la intención de hacerlos aceptables. Después, pero no sé en qué momento, me interesé por los comportamientos exaltados, por los personajes movidos por una idea fija, siempre con la intención de hacerlos amar. En el fondo, me pregunto si lo que diferencia al cine europeo del americano no reside en esto: para los cineastas americanos, la puesta en escena consiste en reforzar el guión; para los europeos, la puesta en escena consiste en contradecir el guión. Si esta idea es exacta, o parcialmente exacta, la puesta en escena sería, para nosotros, un ejercicio constantemente paradójico. Incluso literariamente, todas las buenas historias son paradójicas: el tipo que creíamos que era así, en realidad era asá, si no, uno se pregunta dónde está el interés de la historia ¿Entonces dónde está la alternativa para el realizador europeo? O bien tienes una historia banal, cotidiana, y por medio de la puesta en escena, desarrollas el lado extraordinario; o bien tienes una historia extraordinaria e intentas hacerla parecer normal. Esta teoría no tiene mayor importancia y estoy más o menos seguro de que ciertos amigos la rechazarán, estoy pensando en Alexandre Astruc, por ejemplo, o también Robert Enrico o Costa Gavras, todos ellos cineastas del refuerzo. Habría que preguntarle a Rivette…

LA CRITICA

C.: ¿Qué es lo que le interesa cuando se publica un artículo sobre una de sus películas?

T.: Si volvemos a la película considerada como un bebé, es cierto que el bebé necesita caricias, eso es, buenas críticas, pero la crítica forma parte de un conjunto de cosas que escoltan al estreno de la película. Como cosa ideal, hay que tener un buen título, un buen affiche, espléndidos anuncios, una crítica unánime y un tiempo gris el sábado por la mañana que retenga a los espectadores en la ciudad. Si además de todo la película es buena, eso puede ayudar.

Hablando en serio, he llegado a admitir que una crítica negativa de Philippe Collin o Pauline Kael mueve ideas más profundas que una elogiosa de X o Y. Cuando uno empieza, puede que necesite sentirse apreciado, pero con los años, uno prefiere que le quieran… Entre los artículos negativos establezco una gran diferencia entre «Por desgracia es mala» o «Qué estupendo, es mala», y eso se puede leer muy bien entre líneas…

Para tranquilizar el espíritu, para suprimir la angustia del estreno, hay un truco formidable que no todo el mundo puede permitirse, y eso es rodar dos películas seguidas y estrenarlas a cuatro meses de distancia. En el momento en que se estrenaba Adèle H., ya había terminado el rodaje de L’Argent de poche y existía tal contraste entre las dos películas, nocturna y diurna, solitaria y unanimista, desgarrada y optimista, la una tensa la otra sonriente, que me sentía en paz conmigo mismo.

EL ORDEN DE LOS PROYECTOS

C.: ¿En este momento se inclina usted más por ideas que va a inventar para los próximos años, o vuelve usted a sujetos que quería rodar desde hace mucho tiempo? Porque la idea del teatro bajo la ocupación es un viejo proyecto suyo, creo ¿Tiene usted la impresión de que está rodando proyectos que tiene desde hace mucho tiempo en reserva o que inventa usted cada vez más?

T.: Sí, tengo viejos proyectos que acaban por salir a la luz. Habría sido ciertamente muy atrevido por mi parte rodar Le dernier métro hace seis años porque habría recogido todos los insultos desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, en un momento en que la gente se movía sin brújula, pero con una gran dosis de buena fe.

No puedo hablar bien de la película en este momento porque estoy absorbido por los detalles. El papel del malo, interpretado por Louis Richard, está inspirado en un crítico teatral, polemista importante durante la ocupación. Los antisemitas son muy patéticos en tiempos de paz, pero en tiempos de guerra llegan a ser muy peligrosos ¿Conoce usted esa hermosa frase de «La France Juive»? «El no estaba hecho para ver un día la victoria cara a cara, él que hablaba con tanta naturalidad y amargura el lenguaje de los vencidos».

En mis próximas películas, habrá seguramente un retorno a mis películas anteriores. Tengo todavía dos o tres proyectos de películas con niños. Volveré a trabajar con mi amigo Gruault.

Lo que quiero abandonar es mi lado Chambre verte, ese derroche de velas. Desde Las dos Inglesas pasando por Adèle H. hay una escalada en la exhibición de velas, y en La Chambre verte, se baten todos los récords, se alcanza el punto máximo. Por otra parte, todavía me atraen las películas de época, permiten una mayor violencia de sentimientos, las actitudes rozan la coreografía, en fin, ya se verá.

C.: El Hombre que amaba a las mujeres, sin velas, me parece que pertenece a la misma línea: unos personajes que tienen todo el aspecto de personas integradas, pero que en el fondo, siguen una idea y que, por eso mismo, se salen del sistema. Según mi opinión, ese es un filón importante.

T.: Pensaba desde hace tiempo en El Hombre que amaba a las mujeres, pero el tema del donjuanismo no era suficiente. Me decidí cuando pensé que Bernard iba a escribir un libro y tendríamos entonces este segundo tema paralelo: le vemos formar las frases con la boca y después pasarlas a máquina, corregir las pruebas, ir a la imprenta y finalmente el libro se edita en el momento en que él muere en el hospital intentando tocar las piernas de la enfermera.

C.: ¿Por qué la idea de un hombre que quería poseer a todas las mujeres no era suficiente? ¿Por qué esta idea del libro? ¿Es como la progresión de la canción de Ventana indiscreta, que Hitchcock decía no haber logrado?

F.T.: No lo sé exactamente. Probablemente como Charles Denner no tenía ningún confidente en esta película, yo sabía que iba a utilizar su voz en off (adoro la voz de Denner) y que, puesto que tenía que haber un comentario, éste sería menos arbitrario si aparecía como el texto del libro que estaba escribiendo. Verá, usted acaba de forzarme a descubrir mis verdaderas razones. Puede que quisiera utilizar la lección del fracaso de Las dos inglesas, donde el comentario era literatura pura sin justificación.

C.: La idea de tener un libro, está ligada a la idea del «hombre que amaba a las mujeres»; en cierto modo el donjuanisrno es eso, las poseo a todas y al mismo tiempo hago una lista, la idea de anotarlas no es exterior a la de «poseerlas a todas», una por una…

F.T.: El Don Juan musculoso hace la cuenta de sus aventuras, pero el Don Juan intelectual tiene tendencia a escribir un diario. Henri-Pierre Roché escribió su primera novela, «Jules et Jim», a los setenta y tres años, pero había empezado a escribir su diario a los dieciocho. Lo mismo ocurre con Lèautaud, su obra es su diario.

Otra cosa que me interesaba en El Hombre que amaba a las mujeres era mostrar a un hombre verdaderamente solo. Me gusta mucho Pickpocket de Bresson y El Inquilino de Polanski, pero, en estas dos películas, mi placer se encuentra disminuido cada vez que el héroe se confía a un amigo. Pensé que yo, el espectador, debía ser el único amigo del personaje principal. Debería establecerse una relación afectiva entre una soledad en la pantalla y una soledad en la sala. Es el secreto de Simenon y desafortunadamente Simenon es a menudo deformado en el cine. A causa de esto insisto en la soledad de Denner. Uno de sus colegas de oficina dijo de él: «Nunca verá a ese tipo con un hombre después de las seis de la tarde». Evidentemente, la suya es una soledad muy poblada, pero el espectador es su único confidente.

MAS PERSONAL

C.: Ha dicho usted alguna vez que lo que le parece más apasionante de las memorias de actores y actrices es el período de la Ocupación ¿Por qué?

T.: Efectivamente, cada vez que abro un libro de memorias de algún contemporáneo, voy directamente al capítulo que se refiere a la Ocupación, porque puedo hacerme una idea del autor, de su sinceridad, de su forma de razonar. Entre las autobiografías de actores, la de Jean Marais es, sin duda, la más honrada.

Durante muchos años rechacé la idea de una película sobre la Ocupación, porque me intimidaba Le chagrin et la pitié, de Marcel Ophuls. Para mí puede que sea el único filme de atmósfera proustiana, por su convincente confrontación de distintos personajes en distintos momentos de sus vidas, el equilibrio de las ideas y los sentimientos.

He necesitado cierto tiempo para lanzarme a una empresa menos ambiciosa: la crónica de un teatro parisino de 1942 a 1944. Le dernier métro no es la película evidente que yo podría hacer sobre la Ocupación y que haré quizá algún día; ésta sería la historia de un niño que descubre las mentiras de los adultos. Tenía ocho años cuando empezó la guerra, doce cuando terminó y, en ese tiempo, descubrí un mundo que sólo he visto reflejado en Le corbeau, de Clouzot, ese mundo de los adultos que en mi adolescencia me parecía el de la podredumbre y la impunidad.

C.: Al mismo tiempo, a la vista del conjunto de sus películas, no parece que usted vaya hacia una conclusión del tipo de la de Hitchcock en La sombra de una duda, según la cual el mundo es una porquería.

T.: No, no; no soy puritano. Hitchcock se retiró del mundo y lo juzgó con una severidad única. Cuando digo que practicó el cine como una religión no es una interpretación mía; es la verdad. El mismo Hitchcock empleó en nuestro libro esta expresión: «Cuando las pesadas puertas de los estudios se cerraron tras de mí…» Estoy de acuerdo con usted; es Hitchcock el que habla por… boca de Joseph Cotten en muchos momentos de La sombra de una duda. Y a Hitchcock, tal como era, lo veo también en Encadenados, cuando Claude Rains llama a la puerta de su madre por la noche para decirle, como un niño culpable: «Madre, me he casado con una espía arnericana.» Nos encontramos de nuevo con Hitchcock en esa escena de Yo confieso, en la que el sacristán le dice a su mujer, Alma, que aparece como un ángel: «Somos extranjeros; hemos encontrado trabajo en este país; es mejor pasar desapercibidos…» El Hitchcock capaz de cierta ferocidad verbal creo que aparece tras el juez Charles Laughton, que, a su regreso a casa, cena con su mujer, que implora indulgencia para Alida Valli, asesina adúltera, y le contesta: «No; la señora Paradine debe ser ahorcada.» En otras palabras, lo que me interesa no es tanto la aparición ritual de Hitchcock, sino los momentos en los que creo ver pasar sus emociones personales, toda su violencia contenida y liberada, esa confusión única en el mundo entre las escenas de amor y las de asesinatos. Los cineastas interesantes se esconden tras distintos personajes. En el caso de Hitchcock tengo la impresión de que realiza un tour de force para llevar al público a identificarse con el joven y seductor protagonista, mientras que él, Hitchcock, no se identifica casi nunca con el héroe, sino más a menudo con el segundo papel, con el hombre engañado, Claude Rains, James Mason, el hombre monstruoso, Charles Laughton, el hombre rechazado, el que no tiene derecho a amar o el hombre que observa sin participar. Tenía, pues, no poco trabajo para llevar al público de la mano; conocía las reglas y sabía que el público no acepta identificarse, sino con su propia representación ligeramente mejorada; era entonces una enorme obligación que se imponía y de la que han nacido muchas de las cosas más bellas de su trabajo. Necesitaba, lo más estrictamente posible, poner en práctica su eslogan: «Cuanto más logrado está el malo, más lograda está la película.»

C.: ¿No existe quizá un malentendido en lo que respecta a sus películas, que la gente, el público y la crítica suelen considerar más optimistas de lo que son en realidad? Tenemos la impresión de que sus filmes están siempre atormentados por cierta idea de la muerte, que es mucho más explícita en sus películas más recientes.

T.: No, soy optimista; en cualquier caso, amo la vida, lo que probablemente se ve en mis películas, y eso puede resultar molesto para los que no aman la vida y, aún más, para los que hacen como si no la amaran. Es la única cosa que me molestaba de Sartre, que, por otra parte, era tan honesto. Dejaba que creyesen que no amaba la vida, mientras que todos los que le conocieron dicen lo contrario. En su última entrevista, dos meses antes de su muerte, dijo más o menos: «Tengo cinco años de vida; bueno, creo que diez…» En la misma entrevista habla por primera vez de la esperanza…

A menudo llevo a mis amigos a ver Johnny cogió su fusil, y cuando salen lívidos y abatidos, les digo: «¿Cómo, no habéis visto que es entusiasmante?» Para mí no se trata en absoluto de una película contra la guerra; el lado antiguerra lo sugieren únicamente los títulos del final. Ese tipo, Johnny, que ya no tiene brazos, ni piernas, ni rostro, sino sólo un tronco, la parte posterior de su cabeza, el vientre y el sexo, podría ser muy bien el superviviente de un choque monstruoso en la autopista durante el fin de semana. Se trata, pues, de un caso extremo de supervivencia. Los médicos piensan que sólo tiene reacciones matrices sin intervención de la conciencia. Sin embargo, la conciencia existe y le permite interpretar los cambios favorables o desfavorables de su hospitalización. Reacciona al rayo de sol que toca su cuerpo, la enfermera le acaricia, le procura placer y él goza, intenta expresarse en morse y hacerse comprender. Por supuesto, no tiene nada que hacer, pero encuentro muy exaltante esta comunicación a toda costa. Me habría gustado hacer esa película, porque, después de todo, trata de lo esencial. Pocos filmes cuentan la historia de un cuerpo; pocos filmes son carnales; pocos filmes dicen que lo importante es gozar de buena salud y que la vida es un don precioso.

La imagen de un cineasta en smoking, que presenta en el Festival de Cannes una película en la que el héroe se clave un cuchillo en el estómago quince segundos antes de la palabra fin, me deja siempre muy perplejo. En sus Memorias, Chaplin resume perfectamente su trabajo: «Se trata de sumergir al personaje en los problemas, y luego sacarle de ellos.»

C.: ¿Lo de sacarle significa para usted terminar con un «happy end»?

T.: Para mí el rollo final de Adèle H. presenta un final feliz: Adèle se cruza con el teniente Pinson y no le reconoce, por lo cual está liberada de un amor cuyo peso se ha hecho insoportable. Supongo que los cuarenta últimos años de la vida de Adèle en la casa de salud de Saint-Mandé fueron los mejores, los más dulces de su vida. El personaje de La chambre verte, Julien Davenne, ama a sus muertos sin tristeza, demuestra la misma excitación que un bibliófilo o un coleccionista de sellos. Incluso allí tenemos un final feliz: en la capilla queda sitio para un cirio. Davenne comprende que es el suyo. Evidentemente, esta clase de películas están tratadas como música de cámara, tienen un lado elegiaco, buscan la unidad visual, están rodados en contra de la idea de variedad.

C.: ¿Qué es lo que usted entiende por variedad?

T.: El cine ha vivido siempre sobre la idea de variedad. Después de una escena de amor, una persecución; después de la persecución, un duelo, una caída al agua, una carga de elefantes, fuegos artificiales. Para provocar choques físicos al espectador, es necesario llevarle a lugares diferentes, y los golpes suceden a los golpes hasta la llegada del sonoro, e incluso después…

Se puede hablar también de la variedad de estilos, de la variedad de localizaciones, de personajes, de situaciones. En Francia, Bresson ha sido el primero en luchar contra eso; incluso contra las variaciones de luz. Un condenado a muerte se ha escapado es gris desde el principio hasta el final, al igual que Ordet es blanca. Bresson dijo una vez: «Yo deshago los nudos» («Je dénude lesfils»).

En algunas películas parece que el guionista y el director han decidido arbitrariamente hacemos cambiar de escenarios. La discusión de la pareja empieza en la cocina, sigue en la escalera, después en el aparcamiento y en el coche… ¿Por qué no rodar sólo en la cocina? ¿Por falta de confianza en el guión? ¿En los diálogos? ¿En la puesta en escena? Creo que la unidad visual debe corresponder a la unidad emocional.

C.: ¿Es por eso por lo que le gusta Bergman?

T.: Sí; Bergman y también Bresson y Pagnol. Nos pueden gustar personas que no se comprenden entre ellas ¿Por  qué no? Los que desprecian a Bergman -como por casualidad, después de que ha tenido éxito- deberían fijarse en cómo consigue el silencio del público cuando filma largas secuencias mudas ¿No ha notado usted que las películas de Bergman y de Bresson se ven mejor en la televisión que las de Hitchcock? Para Hitchcock hace falta ese ruido vago creado por el público de una sala llena. Resumiendo, la televisión nos ofrece cada noche un popurrí de imágenes y sonidos mezclando todos los estilos, mientras que en las películas lo que nos interesa es preservar la unidad, la simplicidad.

C.: Polanski, para luchar contra la televisión, nos decía hace no mucho: «Hagamos más, más rico, más grande, bigger than life, hagamos lo que la televisión no nos puede dar, más espectáculo.» ¿Ha visto usted la última película de Samuel Fuller, porque es interesante a este respecto? Parece que está obligado a llevar a su unidad de soldados de un lado a otro, pero fundamentalmente la cámara se queda sobre el grupo.

T.: No estoy de acuerdo con Polanski, y encuentro que sus mejores películas son las que se desarrollan en un solo escenario: El cuchillo en el agua, What?, Rosemary’s baby. Me ha gustado Big Red One, pero guardo un recuerdo todavía más fuerte de Casco de acero, en la que Fuller creaba todo un drama con un casco de G. I. y un montón de arena. Hacer algo con casi nada no es una definición del arte, pero es una limitación que a veces da buenos resultados, desde el Ladrón de bicicletas a Madame de…, pasando por Baby Doll o Lifeboat. La historia del cine es una larga lucha contra la duración o, si prefiere, entre el continente y el contenido. Desde hace cincuenta años, los cineastas se ejercitan para hacer caber un litro de guión en una botella de setenta y cinco centilitros.

C.: ¿Como cinéfilo, le interesa más el viejo cine, el cine clásico, o se encuentra usted en la situación de querer y poder descubrir nuevos talentos, al acecho de lo que se está haciendo hoy?

T.: Está claro que todas esas películas del pasado pesan sobre la inspiración. Desde hace veinte años me han impresionado principalmente películas rodadas por no hollywoodenses, casi amateurs, Honeymoon killers, Johnny cogió su fusil, Billy Budd, Fingers y las películas americanas tradicionales me han parecido menos bonitas, menos imaginativas. Es imposible querer rodar un thriller no digo superior, sino igual a El sueño eterno, por ejemplo.

C.: Uno de los aspectos característicos de su obra es que al principio su cine se alimenta de su actividad como crítico y cinéfilo, y a medida que avanza tenemos la impresión de que se alimenta de sí misma, incluso formalmente.

T.: Es cierto; la palabra obra es muy floja. En efecto, yo no conozco el problema de la búsqueda de temas. Tengo más proyectos de películas que tiempo para realizarlos. No tengo nada que decir, pero tengo mucho que mostrar; por ejemplo, acerca de las madres, la mía y las de los demás. Al principio me sentía atraído por los niños, porque he sufrido al ser hijo único. Esta atracción ha sido una suerte, porque me ha evitado el riesgo de copiar a los directores que admiro… Y además de los niños, están las mujeres; en fin, el amor que hace su aparición en Tirez sur le pianiste. Después de Jules et Jim, cada una de mis películas nacía con la idea de contradecir o completar uno de mis filmes anteriores, lo que ha creado unos ciclos o grupos de los que no siempre he sido consciente, excepto en lo que respecta a Antoine Doinel, evidentemente. Las dos inglesas es una respuesta a Jules et Jim, que no encontraba suficientemente física. La chambre verte es una prolongación de Adèle H., que no era lo bastante vibrante. Lo que hacemos es un reflejo de nosotros mismos, menos logrado cuando nos cuesta trabajo, mejor cuando tenemos suerte. Me irritaba Bazin cuando afirmaba: «En tal película, la mayonesa no ha salido bien.» Yo le contestaba: «¡Pero vamos, las películas no son mayonesas!» Hoy pienso como Bazin.

C.: Y cuando no sale bien ¿A qué se debe? ¿Cree usted en la idea de la suerte contra lo aleatorio?

T.: Pienso que el casting, el reparto, es fundamental. Si usted sustituye a Marlon Brando y a Sofía Loren por dos actores adecuados, La condesa de Hong-Kong es una obra maestra. Un actor, incluso muy bueno, no siempre puede disimular su estado social, sobre todo si sus papeles anteriores lo han anclado a ese estado. Marlon Brando, actor asocial, bohemio, marginal, salvaje, no puede interpretar a un embajador cuya reputación se vendría abajo si encontrara a una prostituta escondida en su camarote. Al leer la vida de Chaplin contada por su hijo mayor, Charlie Chaplin junior, vemos que la historia fue escrita en 1936 para Paulette Goddard y Gary Cooper, casting ideal.

C.: Al hablar de Vértigo, cita usted el concepto de decepción relativa. Dice que la película no siempre despega. Pero, en ese caso concreto, se debe tanto a la elección de los planos como a los actores.

T.: No sé. Si nos imaginamos a Gene Tierney en lugar de Kim Novak, el filme se eleva inmediatamente. Ningún diálogo podía ser tan poético como un primer plano de Gene Tierney. Como para todas las películas que preparaba en esa época, Hitchcock había pensado en Grace Kelly, y me divierte mirar Vértigo de esta forma: como la enumeración de los esfuerzos de un realizador (James Stewart) por hacer que una actriz de repuesto (Kim Novak) llegue a parecerse a la actriz desaparecida (Grace Kelly). En este caso, no debería sorprendernos que Hitchcock siempre hablara de esta película con amargura. Ahora estamos seguros de que Hitchcock no es un director poético por definición; es poético cuando no pretende serio, en Psicosis, por ejemplo. Podemos imaginar a Orson Welles resolviendo algunas escenas de Vértigo mejor que Hitchcock, la persecución por las calles, la entrada al museo, la visita al cementerio. Por el contrario, Orson Welles no habría podido hacer una película homogénea y controlada al ciento por ciento como La ventana indiscreta, en la que el sistema del storyboard triunfa. Cuando Hitchcock se equivoca en la preparación, por miedo a lo imprevisto, llega hasta el fondo de su error durante el rodaje (de lo que deriva a veces el lado teórico y desmesurado de algunas escenas), mientras que Welles, que funciona por impulsos y posee una intuición parecida a la del inspector Quinlan, encuentra su inspiración en el rodaje. Jeanne Moreau me contaba que durante el rodaje de Falstaff, Welles caminaba a su lado a lo largo del travelling y, al pasar, hacía encender las luces de los reflectores de una patada. Es una lástima que Bernard Herrmann haya muerto antes de escribir sus memorias; estoy seguro de que habría descrito muy bien los puntos en común y las diferencias entre Welles y Hitchcock. Hay un detalle que a menudo me choca en los artículos sobre Hitchcock. Citan frecuentemente su frase: «Después de todo, es sólo una película…», como si hubiera que ver en ella una desenvoltura, un alejamiento cara a sus películas tomadas de una en una. No hay nada más falso; esta interpretación sería un total contrasentido. En realidad, Hitchcock no soportaba los conflictos abiertos, y más de una anécdota nos lo describe saliendo discretamente de una oficina o del plató en el momento en que alguien montaba en cólera. «Es sólo una película» es la frase que le permitía hacer abortar el conflicto, y esta frase yo la interpreto así: «Para vosotros, es sólo una película. Para mí, es toda mi vida.»

C.: Es frecuente para los cineastas de treinta o treinta y cinco años que las películas que han visto pesen sobre ellos ¿No teme usted que se vaya a perder esta relación un poco «naif» con el trabajo de cineasta, a causa de ese peso cultural, de la consideración de que «la edad de oro ya ha pasado»?

T.: Sí, además, es cierto que la edad de oro ya terminó. Con cada decenio que pasa se hace más difícil empezar ¿Por qué los grandes directores son los que empezaron entre 1920 y 1930? Cualquiera que sea nuestra opinión sobre El tigre de Esnapur, La condesa de Hong-Kong, Le caporal épinglé, Red Line 7000, mirándolas tenemos la certeza de que ninguna de estas películas podría haber sido rodada (en la forma en que lo ha sido) por alguien que hubiera debutado después de 1930. Habría que analizar este fenómeno, pero no es nada fácil. Se podría pensar que todos los realizadores que empezaron diez o quince años antes de la llegada del sonoro resolvieron problemas tan difíciles en la época del mudo, que ya nada podía asustarles y que estaban seguros de poder salir airosos de cualquier situación. La ausencia de dudas y angustia en las películas de Ford y Hawks es sorprendente. No es suficiente decir que los directores de la época del mudo estaban acostumbrados a contar las cosas visualmente; habría que enumerar, en cambio, todas las ocasiones en las que, enfrentándose a un problema, decidieron adoptar la solución más radical.

Cualquier director nacido con el cine sonoro, teniendo que rodar El tigre de Esnapur, se diría: «Bien, intentaré solucionarlo con primeros planos y movimientos de cámara» para evitar el peligro del ridículo. Fritz Lang, sin embargo, asume totalmente la ingenuidad del guión. Resuelve las escenas con planos generales y el resultado no es nunca ridículo. En La condesa de Hong-Kong lo sorprendente es la organización del decorado, concebido para evitar los tiempos muertos y el empleo de una puesta en escena muy fragmentada, pero lateral, como en el Charlot de 1913. Los cambios en la colocación de la cámara para filmar planos fijos se realizan de derecha a izquierda y de adelante a atrás, pero jamás en diagonal, y el resultado es genial por su limpieza, precisión y dinamismo. En el trabajo de los realizadores que empezaron con el cine mudo hay algo decisivo que se ha perdido irremediablemente después.

C.: Los cineastas futuros de los que usted habla afirman a menudo: «Quiero ser un autor», mientras que antes se decía: «Quiero hacer del cine mi profesión.»

T.: ¿Qué quiere decir eso de «quiero ser un autor»? ¿Un autor que no lee ni escribe? Las palabras ya no quieren decir nada; algunas palabras. O quizá algunas palabras han hecho mucho daño. La palabra comercial lleva a menudo a una discusión gratuita, ya que el director más comercial de la historia del cine ha sido también el más grande, Charlie Chaplin. La expresión dirección de actores, inventada por Rivette hace treinta años ya no significa nada. Me parece más sencillo decir que una película está bien o mal interpretada. La expresión cine de autor ha perdido también su significado. No veo ninguna incompatibilidad entre las palabras autor y profesión. Un autor debería poder escribir no sólo para si mismo, sino también para los demás. No sé si le gustará Bertrand Blier, pero permítame decirle lo que hay de ejemplar en su caso. Blier rodo, hace unos quince años, una película de espías que no tuvo el éxito esperado. Entonces escribió el guión de uno de los mejores filmes de Georges Lautner, Laisse aller c’est une valse. Como eso no fue suficiente para volver a dirigir, escribió una novela, Les valseuses, que llegó a ser un best-seller. Cuando los productores quisieron comprar los derechos del libro, él les dijo: «Un momento, señores; soy un director y quiero dirigir la película yo mismo.» Ya conoce el resto de la historia. Había comprendido que no hay que pedir, sino tener algo que ofrecer. En el lado opuesto de su comportamiento, hay otros que dicen: «No escribiré una sola línea hasta que no reciba un cheque.» Se creen que vivimos todavía antes de la guerra.

C.: ¿Se puede decir que hay un filón autobiográfico en sus películas?

T.: Digamos que el filón no es auto biográfico, sino biográfico a grandes rasgos. Afortunadamente, mi reserva de recuerdos es inagotable. Salen en el momento más oportuno cada vez que los necesito. He notado que cuantos más años tenemos, más nos vuelven los recuerdos, sobre todo los que están ligados a nuestra adolescencia. En este sentido, la última novela de Jean Renoir, Genevieve, es prodigiosa. Renoir ya casi no podía hablar; había que acercarse mucho a él para comprender sus palabras y, a pesar de eso, dictaba durante dos horas diarias esta novela cargada de detalles extraordinariamente exactos sobre la vida en Cannes a principios de siglo.

Evidentemente, se pasan semanas angustiosas antes de empezar un guión original… El famoso miedo ante la famosa hoja en blanco. En cambio los americanos son muy diferentes en sus conversaciones sobre guiones, y sigue chocándome ver cómo abordan la cuestión desde un ángulo completamente distinto. En Francia si un periodista pregunta a un cineasta: ¿De qué trata su película?», éste empezará a resumir su historia como si fuera la primera vez que alguien la cuenta. En América es diferente. Tienen el sentido de la abstracción, del concepto, y saben muy bien que todas las situaciones dramáticas ya han sido explotadas. Entonces os preguntan: «¿Qué película va a hacer usted?» Usted les dice el título y ellos añaden: «¿Quién es él y quién es ella?» Les parece evidente que todas las películas cuentan la historia de un hombre y una mujer que se encuentran, se enfrentan, luego se gustan y se casan al final. La sola cosa que cambia de una película a otra es el background. Así que, cuando les has dicho el título y el nombre de la pareja protagonista, te preguntan: «¿En qué medio se desarrolla la historia?» Y puede que sea en un campo petrolífero, en el mundillo de las carreras automovilísticas, en una base militar en Corea. Una vez sabido eso, ya lo saben todo sobre la película. Desde hace mucho tiempo están familiarizados con la idea de que todas las películas cuentan la misma historia. Los críticos americanos han asimilado esta forma de ver las cosas. Tanto si se trata de Aeropuerto, del Asesinato en el Oriente Express o del Coloso en llamas, dirán: «Ah sí, es un vehículo Gran Hotel », designando con la palabra vehículo el guión de base y con Gran Hotel el arquetipo de esta clase de películas, que presentan en un solo lugar toda una diversidad de personajes, por otra parte, perfectamente previsible: la mujer embarazada, el ladrón perseguido, el banquero atacado por una enfermedad incurable, el adolescente tímido, el bribón que salvará a todo el mundo, etc. Me gusta mucho esta forma de ver la teoría de las cosas antes que la cosa en sí. En Europa todo ocurre como si fuéramos ingenuos polluelos que se creen siempre más sutiles que los demás.

C.: Menos en Fuller ¿Dónde encontramos siempre la idea «soy el primero en contar esto…»?

T.: Puede que Fuller, pero no Hitchcock. En Francia tenemos a Jean Pierre Melville, que no podía rodar una película de gángsters sin intentar hacemos creer que se trataba de una tragedia griega. Melville era muy cinéfilo, pero bastante limitado en sus intereses: en cuanto oía la palabra revólver sacaba su cultura. Hitchcock era muy modesto a la hora de presentar sus películas; tenía justamente este sentido del concepto. En nuestro libro, cuando le hablo de Recuerda, creo que él dice: «Como de costumbre, es una historia de caza al hombre, pero la chica es psicoanalista.» Hablando de Marnie, justo antes del rodaje, decía: «Es una vez más Cenicienta y el príncipe», lo que acercaba la película a Rebeca.

C.: ¿Qué va a ocurrir en América después de la muerte de Renoir y Hitchcock? ¿Seguirá todo igualo no?

T.: No, no puede seguir todo igual. Yo me iba a América regularmente cuarenta y ocho horas después de cada rodaje para recobrar el aliento, para ver a Jean Renoir. Ya no estaba en condiciones de volver a Francia y, aunque estuviera muy bien acompañado, tenía necesidad de hablar francés, de tener noticias de París. Quería mucho a Rivette. Renoir sufría mucho físicamente, pero trabajaba todos los días. No se interesaba por su trabajo anterior, pero Dido, su mujer, había reunido todas sus películas en 16 milímetros y a él le gustaba verlas después de cenar, a veces decía cosas muy duras sobre sus filmes, pero admiraba siempre el trabajo de Michel Simon y Jean Gabin. French Cancan era su favorita por razones fáciles de adivinar. No pronunciaba jamás una frase agria o amarga, no hablaba nunca de la muerte, tuvo hasta el final muchas ganas de vivir. La primera vez que le dejé, en 1974, después de una estancia bastante prolongada, para volver a París, creí que no volvería a verle, y, sin embargo, resistió otros cinco años y publicó cuatro libros. Aun hoy siguen descubriendo proyectos, manuscritos, argumentos, y se da uno cuenta de que si rodó treinta y cinco películas debió preparar por lo menos un centenar. Incluso si no es corriente llegar hasta los ochenta y cuatro años, la muerte de Jean Renoir fue algo muy triste, a causa de esa mezcla de genio y bondad que impresionaba a todo el mundo.

C.: ¿Por esta razón viajará usted con menos frecuencia a los Estados Unidos?

T.: Iré cuando tenga algo que hacer. Iré más a menudo a Nueva York, que es, decididamente, más estimulante que California.

C.: ¿No ha pensado usted nunca en rodar allí?

T.: La alternativa no es la de rodar una película en los Estados Unidos o en Europa, sino la de rodar una película en francés o en inglés.

C.: Es también una cuestión de formas de trabajar, supongo…

T.: No, no creo, estoy seguro de que es igual en todas partes. Cuando Spielberg rodaba Encuentros en la tercera fase, en Alabama o en Wyoming, éramos un equipo de 250 personas que venían de Los Angeles; 250 personas, en lugar de 30 para La noche americana; en lugar de 10, en La maman et la putain, pero es siempre la misma forma de trabajar y en el plató veía a Spielberg sacarse del bolsillo un trozo de papel arrugado y rodar un plano que no estaba previsto y que se le había ocurrido en el coche que le llevaba al rodaje.

C.: ¿Qué fue lo que le llevó a vender La Cause du peuple?

T.: Eso sucedió en 1970. Todos los días leía en «Le Monde» que la policía había detenido a tal o cual vendedor de La Cause du peuple y que, al no estar el periódico prohibido por la prefectura, estas detenciones eran ilegales. Cuando Sartre y Simone de Beauvoir pidieron a personas conocidas que vendieran el periódico por las calles, me ofrecí en seguida, porque, ya sean libros o periódicos, amo las cosas impresas y había rodado Farenheit en ese espíritu. Cuando llegué allí me encontré con mi vieja amiga Marie France Pisier, a la que había perdido de vista desde L’ Amour a vingt ans y supe que Godard, que se hacía pasar entonces por un militante puro y duro, acababa de abandonar la reunión por miedo a que le detuvieran. Cinco o seis personas siguieron su ejemplo. Ocho días más tarde, Sartre organizó otra manifestación mucho mayor, en los grandes bulevares, y esta vez Godard estaba allí, era una obligación, y el periódico ya no fue secuestrado nunca más. Había un proceso en marcha y, al enviar mi declaración, escribí al presidente del Tribunal: «Creo que Jean Paul Sartre fue detenido porque llevaba una chaqueta de ante muy gastada. Yo pasé inadvertido porque llevaba una camisa blanca y una corbata. Por lo que deduzco que hay que ponerse el traje del domingo para vender tranquilamente los periódicos por las calles de París.»

C.: A veces decimos u oímos: Godard, Truffaut y Cía. crearon el cine en un determinado momento, pero ahora Truffaut está integrado y Godard es asocial. No se ha revisado esta opinión y esto crea un clima desagradable ¿No le parece?

T.: Usted es muy libre de considerar que yo estoy integrado, pero, en lo que respecta al lado asocial de Godard, soy bastante escéptico. Cuando un cineasta solicita un adelanto de distribución tiene que enviar su «dossier», cuando se le invita a un festival presenta su película al comité de selección, y Godard coge el teléfono, cena con el presidente de esto, el director de lo otro, su vida social está perfectamente organizada incluso si, en las entrevistas, interpreta el papel del mártir solitario y se las arregla para utilizar la imagen prestigiosa del marginado.

Jean Luc ha estado siempre muy preocupado por el qué dirán. Cuando me fui a Inglaterra para rodar Farenheit 451, ya me decía: «No te entiendo. Si estuviera en tu lugar, reuniría a la prensa para decir: Hay que ver, Francia no me permite rodar esta película en mi país, me obligan a irme al extranjero, etc.» Eso es típico de su forma de pensar. En los días de la guerra de Argelia, la única petición verdaderamente eficaz fue el Manifiesto de los 121, que animaba a los soldados a desertar o a no obedecer las órdenes. Ese texto provocó un verdadero escándalo y contribuyó a precipitar la independencia de Argelia. El simplemente se negó a firmarlo.

La mala fe no tiene nada que ver con esto y no pierdo de vista ni por un instante el hecho de que Godard ha realizado algunas de las mejores películas francesas de después de 1959, pero, como a él le gusta tanto denunciar a sus contemporáneos, compararse favorablemente a ellos, darles lecciones y humillarles, creo poder decir a los que él eventualmente intimida o aterroriza que no deberían tomarle demasiado en serio. Nadie puede dar lecciones a nadie. Dejemos la política y volvamos al cine.

Ya que siempre ha ofrecido buenos papeles a los actores y sabe valorizarlos, Godard no tendrá jamás graves problemas a la hora de hacer una película, por lo que no tiene ningún motivo para quejarse. Me parece, además, que ningún cineasta tiene derecho a quejarse excepto Bresson ¡Que no se queja nunca! ¿Por qué Bresson? Porque es prácticamente el único en querer crear, al margen del star-system, excluyendo incluso a los actores profesionales. A causa de eso, tiene que navegar entre mecenas y subvenciones, pero es prácticamente el único en esta situación, quizá con Tati, que es su propia estrella.

C.: Algunos cineastas dan la impresión de envejecer. Godard, por ejemplo, hablando hoy de Número deux, dice: «Me siento más cercano al abuelo que al padre.» En sus películas no existe la idea de envejecer. Como si usted no cumpliera  años, porque nunca ha sido joven, porque nunca será viejo.

T.: Claro que me estoy haciendo viejo, pero no me van las lamentaciones. Me gustaría mucho ser abuelo, y lo seria ya si mis hijas no se pasaran el tiempo tomando píldoras anticonceptivas. La vejez ofrece ciertas ventajas, por ejemplo, una gran libertad de lenguaje. Efectivamente, si he fracasado en el ciclo Doinel ha sido porque no he conseguido hacer envejecer a Antoine, es como si fuera un personaje de dibujos animados.

Cuando rodaba Los cuatrocientos golpes, era el hermano mayor del personaje; al rodar El niño salvaje, era el padre de Víctor, y al rodar La piel dura, me sentía como un abuelo.

C.: En Godard está claro, él dice: «Tengo cincuenta años, estoy viejo.» Y eso empieza a inquietarle. Si examinamos sus películas, vemos cómo, durante mucho tiempo, ha contado la historia de un hombre y una mujer: no había ni viejos ni niños. De repente, con Numéro deux, llegan los niños, vemos que un cineasta envejece porque empieza a interesarse por personas mucho más jóvenes que él o de su misma edad…

T.: Entre las películas de Godard siempre me han gustado más aquellas que tratan de personas más jóvenes que él, como Masculin féminin, Bande a part, o La chinoise. No me gustan demasiado sus intentos de encuesta sociológica. Me gustaba su mirada afectuosa para los que tenían veinte años cuando él había cumplido los treinta y cinco.

C.: Ahora que tiene cincuenta, le interesan los que tienen diez…

T.: Se interesa por ellos sólo a condición de que digan lo que él quiere oír. La niña de Tour détour se niega durante diez minutos a decir que la escuela es una prisión, simplemente porque no piensa que lo es. Al final, Godard sobreimpresiona su voz en «off» para decir que la niña habla ya como una vieja. Es un procedimiento nauseabundo ¡Esto es lo que él llama comunicar con los demás!

C.: Es muy curioso, porque ustedes se hacen recíprocamente reproches de orden ético.

T.: Porque cada uno de nosotros piensa que el otro es un hipócrita y un cerdo. El ha dicho en algún sitio: «He hecho esta película para entender a los niños.» Los niños no necesitan que se les entienda, necesitan que se les ame.

C.: Lo que le reprocha Godard en su libro a propósito de La noche americana es que usted da la impresión al espectador de pertenecer al medio del cine, haciéndolo todavía más opaco, en lugar de esclarecerlo, dando a alguien la impresión de pertenecer a la tribu.

T.: Esa es otra tontería para apuntar a la cuenta de Godard, que ha pensado siempre por debajo de sus medios. Además, el trabajo de un realizador consiste siempre en dar al público la impresión de pertenecer. Mientras usted lee Vol de nuit, está pilotando un avión, pero cuando cierra el libro usted no sabe mucho más sobre los motores de aviones y no está seguramente capacitado para pilotar uno. He pensado siempre que si alguien tiene algo que decir tendría que decirlo o escribirlo, pero no hacer una película. Una película no dice nada, transmite informaciones emocionales demasiado inquietantes, demasiado sensuales, demasiado discordantes para que resulte de ellas un mensaje apacible. Si los actores de La noche americana hubiesen sido insoportables, si el clima de Niza me hubiera deprimido, si el estudio de la Victorine nos hubiese parecido una prisión, si hubiese habido una muerte en mi familia, la película habría sido probablemente grave y triste; pero, en realidad, nos divertimos como locos. Organizábamos tres fiestas por semana, escribía por la noche los diálogos para el día siguiente; un día Graham Greene vino a hacer un pequeño papel haciéndose pasar por un figurante inglés, en pocas palabras: fue la euforia, y, como es normal, el humor del rodaje impregnó la película.

Claro está que no era mi intención rodar una tragedia sobre el cine. Sé muy bien que el rodaje de algunas películas es doloroso, crispado, y pienso, como sucede con las historias de amor, que cada cineasta debería hacer, sobre la historia de un rodaje, su película, una película diferente de La noche americana. Me gustan las películas de Maurice Pialat, me encantaría ver su propia visión de un rodaje.

La noche americana es deliberadamente una comedia dramática. No se trataba de profundizar en los abismos de la creación; ciertamente, no.

C.: ¿Piensa usted que ha sido un innovador? ¿Ha pretendido serlo?

T.:  Desde el principio he afirmado que no era un innovador, pero puede que fuera un medio para protegerme, porque desde la proyección de Los cuatrocientos golpes, en Cannes, la gente decía: «¡Pero si no hay nada de nuevo en esto!», en parte, supongo, por contraste con Híroshima, mon amour. Cuando atacaban Los cuatrocientos golpes diciendo: «Es como Pagnol», por el tema de la ilegitimidad, o «Es como Dickens», o incluso «Es un melodrama», yo no tomaba ninguna de esas frases como peyorativa.

No, seguramente no soy un innovador, porque formo parte del último grupo que creía en las nociones de personajes, de situaciones, de progresión, de peripecias, de pistas falsas, en una palabra: en la representación. No todos los cineastas tienen la suerte de ser innovadores. Griffith inventó el raccord en el eje; sus discípulos, John Ford, Howard Hawks, perfeccionaron esta manera de narrar. Hitchcock casi inventó la puesta en escena subjetiva y el raccord a noventa grados. Orson Welles inventó los desplazamientos oblicuos. Hoy en día, un gran realizador visual, como Fellini, inventa, pero su invención se despliega delante de la cámara. Durante el rodaje de Fahrenheit 451 topé con mis límites en el campo visual, había un desfase demasiado grande entre la originalidad del tema y la banalidad del tratamiento y comprendí que mi verdadera vocación estaba del lado de las películas de personajes ¿Qué es lo que decía John Ford? «Filmo personajes simpáticos en situaciones interesantes.

 

Declaraciones de Truffaut a J. Narboni, S. Toubiana y S. Daney

Copyright: Les Cahiers du Cinéma


François Truffaut el hombre que amaba el cine. Más allá François Truffaut el hombre que amaba las películas. Referente indiscutible e indiscutido del noble arte de contar historias mediante el uso de la imagen en movimiento. Se han escrito auténticos ríos de tinta sobre el realizador galo, pero una de las mejores formas de comprender su obra y su compleja personalidad es a través de sus propias palabras. Hoy en la web site de ESTRELLAS EN LA NOCHE les ofrecemos una de las mejores entrevistas concedidas por François Truffaut. Un encuentro con tres periodistas de su iniciática Cahiers du Cinema donde se habla de todo, o casi todo. 21 folios en papel cuya vigencia tras más tres décadas después permanece inalterable.

François Truffaut habla de las subvenciones, del supuesto mecenazgo, como prisión del artista creador, como condicionante y llega a preguntarse cuándo llegaremos a la subvención del espectador. En un país como España donde la práctica globalidad del medio clama por subvenciones y barreras para salvaguardar la producción patria las palabras de François Truffaut resultan absolutamente esclarecedoras. Como siempre he mantenido los directores de cine lo que tienen que hacer son películas que interesen al público, no sólo a sus autores y cuatro amigos. El trabajo, el esfuerzo, la creatividad y el ingenio son la clave del éxito.

François Truffaut también aborda el caso de Godard, el farsante inconformista que se cree tocado por la mano divina, por encima del bien y del mal que a la hora de la verdad huye de cualquier conflicto como quien de la peste bubónica escapa. Quien no firma un manifiesto antimilitarista o se retira de la venta callejera de un periódico por miedo a ser detenido mientras azuza a los demás a denunciar y rebelarse contra cualquier imposición ¿Les suena la descripción del ruin personaje? A mí también aunque los farsantes locales, autóctonos, nunca ham hecho películas como las de la primera época de Jean-Luc. Se han quedado en la pose, en la impostura, en vivir de la imagen, en la simple, y en este caso patética, farsa pagada al contado.

Pero hay mucho más sobre François Truffaut en esta entrevista. Su visión del cine, su amor al Séptimo Arte, el por qué de sus películas, las razones que le llevan a escogerlas, algunos de sus proyectos que no tendría tiempo de llevar a cabo.

François Truffaut habla del verdadero compromiso del artista, alejado del mártir de alquiler que vende imagen de marginado con vida de multimillonario. De porqué se tuvo que ir a Londres y rodar en inglés Farenheit 451.

Truffaut habla de Hitchcock con un análisis brillante como ya había demostrado en publicaciones anteriores. Explica porqué los grandes del cine, como siempre he señalado, empezaron en el mudo. Explica su relación con las grandes distribuidoras en un tiempo pasado antes de los grandes éxitos de taquilla estilo TIBURON o LA GUERRA DE LAS GALAXIAS.

Truffaut explica la irracionalidad de autor que se cree único o el primero en… Es otra visión del oficio, del director más cercana a la realidad, que cita como epílogo a esta entrevista una famosa frase de John Ford.

Podría estar escribiendo horas sobre François Truffaut, sobre sus películas, sobre los 400 Golpes y el muro del océano, incluso sobre la voz en off que a modo de epílogo incrustó espuriamente la censura española. Los temas serían interminables… El Amante del Amor ¿Soledad? Tirad sobre el pianista, La Noche Americana o la fascinante película donde uno de los personajes proclama al final ‘Yo soy Guerra y Paz’ como muestra del fracaso de la imposición de la barbarie por la fuerza desde el poder establecido.

En cualquier caso nunca seré capaz de explicar la figura de François Truffaut mejor de lo que lo hace el mismo por lo que renuncio a intentarlo. El texto propuesto contiene todas las claves necesarias para conocer al realizador. Me quedo con el recuerdo de ‘el hombre que amaba las películas’, con la impresión causada por la noticia de su muerte en 1984, con los inmejorables momentos que me ha hecho pasar en una sala oscura y cuya obra hoy sigo disfrutando a la vez que lamento la imposibilidad que tuvo a la hora de terminar sus proyectos.

Me consta que muchos de los lectores habituales de nuestra páginas no entenderán el texto, es lógico en aficionados de la era y estilo ‘Star Wars’ a quienes desde luego no va dirigida esta entrevista. No he querido traducir los títulos de las películas y mantenerlos tal cual se publicaron en 1981 por considerar este formato más ajustado al espíritu de la entrevista y al mensaje expresado por François Truffaut. También he mantenido la estructura en párrafos, pese a la incorrección formal que representa, para facilitar su comprensión.

Termino, al iniciar el planteamiento conceptual de la nueva web site lasestrelllas.com mi primer idea fue ofrecer al lector de nuevo esta entrevista. Es decir: crear un medio donde el aficionado que lo desee pueda acceder a este tipo de contenido habitualmente vedados para el espectador. Evitar la épica tarea bibliográfica que hoy en día se requiere para acceder a según qué contenidos, pese a la globalización, sociedad de la información y similares herramientas. Espero que sea de su agrado.

© Carlos Infante, 2008

 

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