Cold War: Las críticas

Cold War: Película RECOMENDADA por ESTRELLAS EN LA NOCHE

Seguidamente pueden leer las principales críticas de la prensa española sobre la película. Las opiniones sobre este film pueden incrementarse en los próximos días.

Laura Ramos
Redacción de ESTRELLAS EN LA NOCHE


Qué belleza sobre los amores difíciles

Pawel Pawlikowski tiene la capacidad de crear imágenes inolvidables

Carlos Boyero – EL PAIS (5 de Octubre de 2018)

Es una sensación mágica y por lo tanto escasa. Ocurre al finalizar determinadas películas. Es imposible que abandones la sala hasta el último título de crédito, flotas, estás removido, la historia que te han contado te impregna, esos personajes, esas imágenes, esos sonidos te van a acompañar durante mucho tiempo, es un placer íntimo y solitario, solo podrías compartirlo con alguien muy cercano o muy cómplice. Me ocurrió con Ida, la anterior película de un polaco singular llamado Pawel Pawlikowski, un director que parece de otro tiempo, de un cine filmado en maravilloso blanco y negro, sugerente hasta el dolor, misterioso, sutil. Me impresionó tanto aquella novicia en un convento de clausura que sale al mundo para descubrir el horror con el que fue machacada su auténtica y desconocida familia, aquella jueza legendaria por su implacable caza de brujas durante el estalinismo, desesperada, alcohólica, promiscua, cínica, que sin hacer aspavientos ni implorar piedad se lanza un día por la ventana, la atmósfera que desprendía cada escenario y cada plano, que me hacía esperar con ansiedad (pero también con un poco de miedo) su siguiente película.

Se titula Cold War y es otra obra maestra. Pawlikowski retorna al pasado, a un tiempo asfixiante y represor en la Polonia de la posguerra, para narrar un amor tan volcánico como desgarrador, al que las circunstancias imponen el ni contigo ni sin ti, y que se desarrolla entre 1949 y 1964. Él es un músico contratado por el Gobierno para adaptar el folclore ancestral y primitivo (producto del sufrimiento y la humillación, pero que también otorgaba alegría, cuenta alguien) al triunfo del proletariado, la reforma agraria y la glorificación del timonel Stalin. Ella canta y baila, es voluptuosa de forma natural, intentó cargarse a su padre porque alguna vez la confundió con su madre, quiera hacer carrera.

Son dos instintivos profesionales de la supervivencia en tiempos difíciles. Él se exiliará y se buscará la vida tocando el piano en París. Ella se afianzará en su arte representando las esencias del alma eslava al servicio del nuevo mundo impuesto desde Moscú. Y ambos tendrán amantes, parejas, líos, pero seguirán soñando con sus furtivos reencuentros, con algo tan imposible como la continuidad, un futuro juntos, el mantenimiento de la plenitud. Y surgirán las broncas, los celos, el enloquecimiento, la desolación. También la certeza de que la vida no vale nada si no pueden estar juntos.

Desde el insólito arranque, mostrando los cantos y los exóticos instrumentos musicales de la tradición más remota, hasta, en uno de los desenlaces más hermosos, románticos y trágicos que he visto en el cine, esta película resulta imprevisible, poderosa, lírica, compleja y veraz. La capacidad del director para crear imágenes inolvidables, recrear ambientes, expresar sensaciones con miradas, tonos de voz y pequeños gestos, hacerte vivir la música (desde las canciones populares al jazz, desde el rock a la música clásica), dirigir actores y actrices, lleva la marca del clasicismo.

Y el clasicismo sirve para transmitir emociones universales, retratar un mundo sin que nada falte ni sobre, sentir como algo tuyo lo que le ocurre a unos personajes de ficción. Pawlikowski dedica Cold War a sus padres y ha dado a entender que en su argumento hay muchas cosas que se ajustan a la vida real de la gente que le engendró. Quiero pensar que se sentirían conmovidos con la belleza, la pasión y la tristeza que desprende la película de su hijo.


Cold war: Obra maestra de principio a fin

«No será este año cuando vean una película mejor»

Oti Rodríguez Marchante – ABC (5 de octubre de 2018)

Pawel Pawlikowski es el director polaco que hizo «Ida», una brillantísima miniatura en blanco y negro sobre una novicia, con la que ganó el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa. Era difícil que con su siguiente película consiguiera acercarse a la belleza y la profundidad de «Ida». Difícil, pero no imposible: en «Cold war» lleva la imagen (también en blanco y negro) y la música a lugares a los que la sensibilidad de uno tiene que ponerse de puntillas para alcanzar lo sublime de su altura. Dos conceptos, altura y profundidad, que parecen antagónicos pero que producen similar vértigo, y que Pawlikowski aplica a su cine por fuera y por dentro. La historia que cuenta en «Cold war» produce vértigo de altura en lo que ves, en lo que oyes, y profundo arrebato y mareo en lo que sientes.

Le dedica la película a sus padres, por lo que hay que sospechar que contiene algunos reflejos autobiográficos: el encuentro de un músico que dirige un programa de coros y músicas tradicionales (en la Polonia de postguerra) con una joven en posesión de una voz y una gracia infinitas es el punto de partida para narrar una historia más allá de lo romántico, tan cargada de pasión, amargores, encuentros y adioses, que está en cierto modo impregnada de «efecto Casablanca», y tan perfectamente encuadrada y musicada, dicha, sentida e interpretada, que no hay el menor resquicio en ella por el que escapar a su desesperado, volcánico y demoledor encanto.

El arranque es deslumbrante, con la mixtura de voces, coros e ideologías en esa Polonia soviética, y que forma un primer bloque (podría considerarse una historia en tres bloques y en dos miradas precisamente hacia los bloques) de reunión y separación. La secuencia del músico protagonista esperándola en la frontera para huir a París, absolutamente magistral, es un espejo con el mismo vaho que aquella espera de Rick a Ilsa para huir de París. En el segundo bloque cambia el paisaje y la música, pero no el agotador sentimiento de la historia entre la luz parisina y las notas del jazz, y se cabalga entre precisos y maravillosos planos hacia un final desesperado y de hermosura abrumadora.

La pareja protagonista, Tomasz Kot y Joanna Kulig, especialmente ella, se vierten el uno al otro tal cantidad de química y material inflamable, ese amor rotundo y sincopado, que la fascinante cámara de Pawlikowski los envuelve de ese tejido magnético que dura todos los siempres. No será este año cuando vean una película mejor.


Cold War: la más triste y bella historia jamás contada

La idea es rescatar en cada fotograma la gracia de lo ya dicho, de lo ya contado, sin ahorrar ni una de las palabras mil veces pronunciadas

Luis Martínez – EL MUNDO (5 de octubre de 2018)

“Ésta es la historia más triste que jamás he oído”. Así empieza la novela El buen soldado. En ella, Ford Madox Ford cuenta sin aspavientos dos suicidios, dos vidas arruinadas y el descenso a la locura de una joven. Pawel Pawlikowski no aspira a tanto. O sí. Cold War es una película desolada. Y desoladora. No es tanto una historia de amor como la descripción pautada de la mitología que da sentido al mismo amor. Y a su fracaso.

Toda la cinta, como el más grande de los clásicos (piensen en Casablanca), está construida sin pudor y sin remedio sobre un gran e inmenso cliché. Un mito. Ésa es la idea: rescatar en cada fotograma la gracia de lo ya dicho, de lo ya contado, sin ahorrar ni una de las palabras mil veces pronunciadas. La más triste de las historias tristes. En Ida, el anterior trabajo del director, se narraba una historia cerca del misterio a vueltas con el secreto culpable de una sociedad entera (la aniquilación del pueblo judío). El blanco y negro con aspecto de herida y la forma de disponer la pantalla en un simple y elegante cuadrado invitaban al espectador a mirar fuera. Lo importante era lo no dicho, lo secreto, el fuera de campo.

Ahora, con las mismas herramientas, lo relevante aparece siempre justo en el centro de la pantalla. La película se limita a seguir los pasos de una pareja. Desde 1945 hasta poco antes de los 60, la cinta recorre la geografía devastada de la más inconsolable de las rupturas. La de ellos y la del mundo entero. Se aman, pero no saben cómo. Se desean, conscientes de que su afán significa por fuerza su ruina. Y así, plano a plano, gracias a una puesta en escena en la que nada sobra porque nada falta, hasta dar con la más brillante y amarga descripción de, efectivamente, la sinrazón de amar. Perfecta sí, pero, sobre todo, triste. La historia más triste nunca oída.


Cold War: El amor viaja en el tiempo

Sergi Sánchez – LA RAZON (5 de octubre de 2018)

Toda historia de amor es un viaje en el tiempo. Imposible sustraerse, pues, al devenir de la Historia en mayúsculas, sobre todo cuando su vaivén parece definir la tensión suspendida en la que intentarán sobrevivir los amantes. Lo que une, y sobre todo lo que separa, a Wiktor y Zula es la presión política de su entorno, quince años en los que la formación del bloque comunista de la Europa del Este después de la Segunda Guerra Mundial determina la postura vital de dos personas que se adoran y se repelen, siempre con la misma intensidad. No obstante, sería injusto afirmar que Pawel Pawlikowski, que se ha inspirado en la tortuosa relación de sus padres, se conforma con acotar la épica del melodrama a los rostros y los cuerpos de sus dos protagonistas, cada uno a un lado del Telón de Acero, librando su particular guerra fría, con el objetivo de dar una lección de Historia. La película, tan sintética como «Ida», da por supuesto que conocemos el aparato represivo del estalinismo y de sus efectos en la vida de estos dos músicos, que tendrán que alabar los logros de la agricultura socialista y dejar de tocar canciones de amor o de nostalgia.

Una de las ideas más fascinantes de «Cold War» tiene que ver, precisamente, con su alergia al didactismo, que, narrativamente, se traduce en bruscos saltos en el tiempo que abisman la Historia, la enfrentan a sus propios vacíos, y como consecuencia, abordan este «amour fou» sin aclarar del todo las motivaciones de sus personajes, siempre a un metro de la traición o el reencuentro, sin garantías de final feliz. Por muy clásica que sea en apariencia –el precioso blanco y negro de la fotografía, los ambientes bohemios del episodio de París, la glamourosa presencia escénica de Tomasz Kot y Joanna Kulig–, «Cold War» se resiste a caer en los tópicos de la película de prestigio. Atravesada por el pesimismo ontológico de «Ida», con la que formaría un excelente programa doble, no se doblega ante las expectativas del espectador, que, hipnotizado por su cuidada estética retro, podría acusar a Pawlikowski de pulir en exceso su acabado o de ser demasiado perezoso a la hora de desarrollar dramáticamente las idas y venidas de sus personajes. Pero reduciendo sus encuentros a momentos climáticos, lo que consigue es intensificar la vibración de los desequilibrios de ese amor, y hacer que su historia sea más grande que la Historia misma.


Cold War: Amor en blanco y negro

Lluís Bonet Mojica – LA VANGUARDIA (5 de octubre de 2018)

Casi cinco años después de su multipremiada Ida, donde una joven novicia salía del convento a fin de indagar en su pasado en la Polonia de 1962, Pawel Pawlikowski retorna al cine en blanco y negro para iniciar, en la Varsovia de 1949, una historia viajera sobre la búsqueda del amor imposible, que va saltando por París, Yugoslavia y Berlín. Cold War le ha reportado el premio al mejor director en el Festival de Cannes del pasado mes de mayo y se perfila como aspirante a los próximos premios Oscar, preciado galardón que Pawlikowski ya obtuvo con Ida.

Actriz brillante y cautivadora, Joanna Kulig recrea en Cold War la ambivalente figura de una atractiva bailarina y cantante que arrastra una tragedia familiar imposible de superar. Bajo la alargada sombra de Stalin, cuyo rostro está presente en grandes lienzos exhibidos en las calles y acompañados asimismo por la imagen de Lenin, se producirá el encuentro de la chica con un director de orquesta y pianista mayor que ella y cuyo sueño es poder exiliarse en la otra Europa, lejos de la dictadura estalinista. Aunque adoptando ciertas distancias, Pawlikowski se ha inspirado en la historia real de sus padres, fallecidos en 1989, justo antes de la caída del Muro de Berlín, hecho histórico que desgraciadamente no pudieron presenciar. “Eran personas fuertes y maravillosas, pero como pareja eran un auténtico desastre”, afirma el cineasta, que en los títulos de crédito finales dedica la película a sus progenitores. Sus padres se llamaban Wiktor y Zula, como los protagonistas del filme. Ella huyó del país a los 17 años, enrolada en una compañía de ballet, y él también tocaba el piano.

Poder sobrevivir en un régimen totalitario entraña serias dificultades y hasta tremendas traiciones. Es lo que muestra esta película de cierto aroma shakesperiana y con dos seres que no quieren llevar en sus caras la marca del perdedor. El amor que otean en el horizonte es aparentemente inalcanzable, pero les persigue, aunque ella le diga a él: “Creo en mí, en quien no creo es en ti”.


Cold war: un milagro en blanco y negro

Quim Casas – EL PERIODICO (5 de octubre de 2018)

Desde que volvió a su Polonia natal tras una larga etapa en el cine británico, Pawel Pawlikowski se ha convertido en el mejor director de esta cinematografía. Y lo ha conseguido solo con dos películas, ‘Ida’ y la que hoy se estrena, ‘Cold war’, ambas rodadas en blanco y negro y en formato 4.3 (cuadrado, dejando mucho aire por encima de las cabezas de los personajes), que es una forma magnífica de restaurar y homenajear al mismo tiempo a bastantes películas polacas de los años 60 (época en la que transcurren los dos filmes de Pawlikowski) realizadas con el mismo tipo de encuadre y luminosidad fotográfica, entre ellas ‘Madre Juana de los Ángeles’, de Jerzy Kawalerowicz.

‘Cold war’ es una historia de amor trágica que se desarrolla en lo más duro de la guerra fría, como indica su título, entre Polonia, Berlín y París. La guerra fría es un concepto ya que evoca en este caso tanto el trasfondo político como la particular relación entre una joven bailarina y cantante y su descubridor, un musicólogo y pianista que deserta de la Polonia comunista y se reencuentra periódicamente con su amante.

La firmada por Pawlikowski es una película modélica en todos los sentidos, un verdadero regalo, tan clásica como moderna, en unos tiempos en los que proliferan las probaturas no conseguidas. Magnífica en su tratamiento del tiempo y las elipsis, en su vertebración de lo político y lo íntimo, en la configuración de los dos personajes principales, el vaivén en que se convierte su historia de amor, el retrato de una época en sitios tan distintos como la represiva Polonia y la jazzística París y, especialmente, en su milagroso trabajo de iluminación en blanco y negro. Se trata de blanco sobre negro y negro sobre blanco, casi sin gama de grises, de una textura bellísima y una profundidad de campo que deja sin respiración.