Margot Kidder, fallecida el pasado domingo a los 69 años, perteneció a la generación de Hollywood que revolucionó el cine en los setenta. Amiga de Scorsese y también de los estupefacientes, sedujo Brian de Palma pero se quedó a la sombra de su otro novio, el hombre de acero
Lucía M. Cabanelas – ABC (21 de mayo de 2018)
Antes de conquistar el corazón de Superman, Margot Kidder sedujo a Brian de Palma. Su ídolo tampoco fue Christopher Reeve, sino Francis Ford Coppola, «lo más cerca de Dios que se podía estar». Al contrario que la Lois Lane a cuya sombra creció como icono del cine, la canadiense solo compartía con la periodista del ‘Daily Planet’ el carácter intrépido y su gusto por el riesgo. Eso sí, cuando volaba no lo hacía en brazos del hombre de hierro, sino por el consumo de alguna sustancia.
Criada en caravanas y cuartos de motel, era pendenciera y graciosa, muy poco femenina y muy, muy brillante. Junto a su compañera de piso, la actriz Jennifer Salt, formaba una extraña pareja. «Eran como la dama y el vagabundo», escribe Peter Biskind en «Moteros tranquilos, toros salvajes» (Editorial Anagrama), una crónica del Hollywood de los setenta con cientos de entrevistas. Salt le enseñaba a vestir; Kidder, cómo arrancar el motor de un coche haciendo un puente.
Todavía en busca de papeles potentes que relanzasen su carrera, el peculiar dúo alquiló, por recomendación de Donald Sutherland, una casa de estilo nórdico en Nicholas Beach por 400 dólares al mes, y la transformaron en un imán para el joven Hollywood. De dos plantas y asimétrica, custodiada por un mástil en el que ondeaba una bandera teñida por el entonces popular método batik, se convirtió en «un lugar donde los aspirantes a estrella podían fumarse tranquilamente sus porros, beber vino tinto, contarse historias de John Ford y contemplar a Salt y Kidder bañarse en topless». Una cueva de genios por la que pasaron desde John Milius a Richard Dreyfuss, de Bruce Dern a Bob Rafelson. También el torturado Paul Shrader, guionista de «Taxi driver», que siempre dormía con un revólver sobre la mesilla de noche; una generación que, influenciada por la nouvelle vague, desafió al establishment: los protagonistas de la última gran edad de oro del cine americano. «No íbamos a ser parte del sistema, íbamos a hacer películas con mensaje, fueran personales o políticas», recordó Kidder en una entrevista con el autor en 1993. Como cualquier joven actriz, aspiraba a convertirse en estrella, pero terminó siendo testigo de cómo lo hacían sus amigos, en lugar de ella.
Sexo, drogas y rock and roll
Hijos del festival de Woodstock, decidieron alejarse de la tradicional forma de crear y exploraron otros métodos, entregándose al patrón de moda que pasaba por rendirse a la lujuria y probar todo tipo de drogas. Una exaltada celebración de la creatividad y la experimentación en la que también cayó la actriz. «Kidder era sexualmente agresiva, por no decir voraz, y se acostaba con casi cada hombre que atravesaba el umbral de la casa. Impulsiva, no pensaba en las consecuencias de sus acciones, e iba de crisis en crisis, envuelta en oscuras nubes de desconcierto. Rompía corazones y llevaba a juicio a productores», relata Biskind, describiendo los antecedentes de un trastorno, el bipolar, diagnosticado de forma tardía y que le provocaría un episodio de amnesia en 1996, cuando desapareció durante tres días y reapareció asustada, con la ropa hecha jirones y el pelo cortado con una navaja.
«Se drogaba como si el mundo fuera a acabarse; siempre era la primera del grupo en fumar, esnifar o tragarse la pastilla de moda», escribe el periodista. A sus 23 años, la joven canadiense no dudó en tirarse a la piscina. «Pensábamos que las drogas expandían la mente, que las tomábamos para desinhibirnos, así que, ¿qué problema había?», confesó la actriz. Y las probó. Peter Boyle, ganador del Emmy por «Expediente X», le enseñó cómo hacerlo. «Yo no tenía la sensatez paranoica de los demás. Metí una pajita en la cocaína y esnifé, me metí casi medio frasquito. Recuerdo que se me congelaron los pulmones y me quedé sin respiración. Me pasé jadeando y temblando, no sé, puede que medio minuto. Esa fue mi introducción a la cocaína», reconoció Kidder.
Otros, en cambio, preferían mantenerse al margen, con la mente lúcida y sobria, sin necesidad de más estimulantes que el propio ingenio y la certeza de estar haciendo historia. «Consumir drogas te daba un montón de ideas delirantes, pero también mucha creatividad y, lo que es más importante, rompías tus barreras personales, ese orgullo ridículo, dejabas de aferrarte a ti mismo, abandonabas esa máscara con la que te movías socialmente. Si no hubiera sido así, ninguno de nosotros hubiera desarrollado su talento. Sin embargo, Steven Spielberg no se drogaba, y tampoco Brian [De Palma]. Marty [Scorsese] tampoco, hasta más tarde, cuando se metió en la cocaína. Los directores que terminaron teniendo éxito protegían mucho su cerebro», recordó Kidder cuando ya sobrepasaba los cuarenta.
Las únicas reglas que cumplían eran las que ellos mismos imponían, como bañarse en cueros en esa apartada casa a la que se llegaba por la autopista del Pacífico. Menos Scorsese, para quien era especialmente duro, y se sentaba vestido en la arena, avergonzado por los efectos de la cortisona que tomaba para el asma, que le hacía engordar. Del cineasta de Queens, la actriz llegó a alabar esa capacidad para crear obras de arte de la nada, esa fe ciega en saber que cambiaría el cine, pese a sus muchas inseguridades: «Le encantaba la gente que experimentaba cosas nuevas, le encantaba la valentía de la expresión personal, y hablaba muchísimo de ese tema, con mucha elocuencia, aunque muy rápido. No recuerdo haber tenido con Marty muchas conversaciones intrascendentes».
Mientras «los chicos estaban muy excitados con sus florecientes carreras, con la sensación de que sus posibilidades eran ilimitadas», Margot Kidder se divertía, a su sombra, esperando el gran papel de su carrera.
Y por fin besó al superhéroe de Metrópolis
A finales de 1971, las anfitrionas de moda pasaban por sus horas más bajas, después de varios meses sin trabajo. Fue por aquel entonces cuando Kidder empezó a salir con Brian De Palma. El director de «Los intocables de Eliott Ness» las salvó del ostracismo al invitarlas a participar en su siguiente proyecto: Kidder daría vida a las dos siamesas de «Hermanas» (1973) y Salt, a la periodista Grace Collier, testigo del asesinato que sirve de arranque a la trama. Cinco años después, por fin besó a Christopher Reeve a las órdenes de Richard Donner, en una relación que se prolongaría durante otras tres secuelas de «Superman».
Desde entonces, su presencia en el mundo del espectáculo apenas fue esporádica: películas de bajo presupuesto y breves incursiones en alguna ficción televisiva como «Cinco hermanos» o «Se ha escrito un crimen». Fue así cómo, casi tres décadas después, se reencontró con su «viejo» amor, en «Smallville», la serie sobre la juventud del hombre de acero en la que volvió a coincidir con Reeve. Ni él era ya el héroe de Metrópolis ni ella su famosa novia. Pero, en el fondo, lo seguirían siendo siempre.
Porque, aun siendo amiga de los lobos de Hollywood, esos Scorsese o Spielberg que cambiarían el mundo del cine, Kidder nunca encontró su lugar, no al menos lejos del ‘Daily Planet’. Veinte años después de esa fiesta sin fin que era la casa de Nicholas Beach, la actriz llegó a la conclusión de que no dejaba de ser un apunte al margen en la historia de sus compinches. «Siempre éramos nosotras las que conseguíamos las drogas, las que poníamos la comida; en el fondo no hacíamos más que atender a nuestros chicos. Y, naturalmente, descartábamos siempre la idea de que lo hacíamos por ser mujeres. Había una auténtica contradicción entre lo que creíamos que hacíamos y lo que en realidad hacíamos». Buscó vida más allá del cine, en el activismo, pero la plumilla de Lois Lane ya había sentenciado su carrera.