Una investigación de EL PAÍS abre el debate sobre la presunta existencia de abusos sexuales en el cine español
El País – 28 de enero de 2024
La publicación por EL PAÍS de una investigación que revela la presunta violencia sexual de la que tres mujeres —una estudiante de cine, una empleada de una de sus producciones y una trabajadora del sector cultural— acusan al director de cine Carlos Vermut revela la dificultad a la que todavía hoy se enfrentan quienes se sienten víctimas de esa violencia para identificarla y denunciarla y el miedo a no salir indemnes del proceso.
El deseo expreso de las tres mujeres de permanecer en el anonimato y el hecho de que ninguna denunciara lo ocurrido ante la policía o ante la Justicia nos recuerda que, en estos casos —especialmente cuando el acusado es famoso o poderoso en alguna medida— la víctima sigue teniendo miedo a perder su empleo, a no encontrar uno o a quedar señalada de por vida. La presunción de inocencia es un principio fundamental de nuestro Estado de derecho y le asiste plenamente a la persona acusada públicamente, en este caso Carlos Vermut. Pero también lo es el derecho de las víctimas a expresarse y el de los periodistas a investigar y a revelar lo que está oculto en nuestras sociedades cuando se cumplen estrictamente los procedimientos periodísticos de contraste y verificación de los testimonios.
Además de con declaraciones juradas de las tres mujeres, EL PAÍS cuenta con material documental sobre el que se sustenta la investigación, con entrevistas a 31 trabajadores de la industria del cine y con los testimonios de seis personas de su entorno. Es imposible no recordar en este punto el aldabonazo que significó el movimiento Me Too en Estados Unidos, que no fue al principio más que la visibilización de una injusticia omnipresente entre nosotros, pero cimentada en la ocultación de quienes la padecían y el silencio de quienes la conocían.
El tiempo dirá si estos testimonios dan lugar a otros, pero la resonancia de la noticia en el debate público y las numerosas manifestaciones de apoyo a quienes denuncian esa violencia demuestra que la lucha por la igualdad es uno de los ejes de nuestro tiempo y que las nuevas generaciones de mujeres —y también muchos hombres— no están dispuestas a perpetuar comportamientos que han disfrutado de una tolerancia colectiva fruto del paradigma de la desigualdad.
No debe perderse de vista, sin embargo, que el consenso igualitario sobre lo que podemos esperar del otro en el ámbito sexual no avanza de forma lineal ni homogénea. La sexualización de las relaciones de subordinación —social o laboral— opera colocando a las mujeres en una situación de dominación extrema con el objeto de obtener placer. Esto insensibiliza a muchos hombres hasta el punto de volverlos ajenos al impacto de la violencia que ejercen sobre personas paralizadas por el miedo y que muchas veces no consiguen expresar lo que les sucede.
El debate sobre el consentimiento en las relaciones sexuales muestra la enorme dificultad de trasladar toda esa cultura a una ley, y el hipotético estallido de casos como este no debería dar lugar a reacciones que lo reduzcan todo al ámbito del punitivismo. Por eso es importante subrayar que la lucha por la igualdad es un proceso inacabado que aún requiere iniciativas institucionales y sociales que garanticen la integridad física de las mujeres y su libertad de acción al tiempo que se promueve la educación como primer instrumento para identificar comportamientos violentos que históricamente han formado parte de una realidad normalizada. Tras décadas de abuso, miedo y opacidad, romper la ley del silencio es un paso fundamental.