Mi imaginación era un motor de combustión infinito y de niño protagonicé grandes noches con los ojos como platos y el pijama empapado en sudor. Rezaba porque no llegase el momento que acababa de llegar: el de ver la película
Nacho Carretero – EL PAIS (28 de julio de 2018)
A mí la tele, en verano, me recordaba al invierno. Así que no quería saber nada de ella. La ignoraba y hacerlo me llenaba de satisfacción. También de orgullo (en España ambas sensaciones suelen ir asociadas), una especie de sentimiento de que estaba aprovechando el tiempo adecuadamente: playa, bici, juegos al aire libre. Mis veranos más tempranos transcurrieron en una casita frente a la playa de El Pedrido, en la ría de Betanzos. Allí era donde la tele, apagada y olvidada, era testigo silenciosa del éxito de mi uso del tiempo infantil.
La confirmación de que ignorar la televisión era una decisión acertada llegó un verano de los tempranos ochenta, cuando estrenaron en TVE la por entonces omnipresente E.T., el extraterrestre (¿o fue mi tío que apareció con una cinta VHS de la peli?). El caso es que esa noche, varios primos y yo teníamos una cita frente a la pantalla abandonada para ver la película de la que todo el mundo hablaba. Yo encaré el asunto ya mosqueado. Era un niño muy miedoso. Recuerdo mi infancia plagada de amenazas y percances: si me quedaba solo en la habitación, podía entrar un monstruo y atacarme; si en la cama me destapaba y sacaba cualquier extremidad de debajo del edredón, cualquier ser podría agarrarme desde debajo de la cama. Mi casa estaba plagada de fantasmas al acecho que podían surgir del reflejo de un espejo y hasta en la bañera era probable que hubiese pirañas. Le tenía miedo a todo. Mi imaginación era un motor de combustión infinito y de niño protagonicé grandes noches con los ojos como platos y el pijama empapado en sudor.
Por eso, E.T., ese bicho de aspecto terrorífico, no me hacía mucha gracia. Había visto alguna secuencia de la peli en la televisión, algún adelanto, y cada vez que el dichoso extraterrestre aparecía, me invadía la certeza de que enfrentarme a él desembocaría en pánico. Así que, en mi interior, rezaba porque no llegase el momento que acababa de llegar: el de ver la película.
Sentados en varios sillones -con la mayoría de mis primos más pequeños que yo y absolutamente tranquilos- arrancó el asunto. Yo ya estaba cagado desde la primera línea de los créditos, pero disimulaba. Un ser al que no distinguíamos se movía entre arbustos en la noche cerrada de vete tú a saber dónde. Unos policías aparecen (los policías, en E.T., dan la sensación a los niños de que son los malos, pero para mí eran el alivio que necesitaba mientras veía la película) y persiguen a aquel bicho, que corre y emite unos terribles y angustiosos sonidos. Pánico. Me agarré al sillón y navegué así por el resto de la película. Mi hermana (dos años menos) estaba a mi lado como si nada. Diría incluso, cómo es posible, que disfrutando de la película. Cómo se atreve.
Dos secuencias me dejaron petrificado: cuando Eliot descubre al infraser en su garaje al sacar la basura (el horror puro es cuando E.T. saca un dedo para coger un cacahuete que le lanza Eliot, un dedo angustioso, una escena digna de la mejor película de terror. Qué valor Eliot, dios mío, qué valor) y cuando E.T. se asusta al ver a la hermana de Eliot y comienza a gritar estirando el cuello, una imagen de tal contenido de horror que no sé cómo pudo sortear la censura. Esas dos imágenes me acompañarían el resto de mi infancia. Sí: E.T. me causó un trauma aquella noche. Durante los siguientes años, todos mis miedos adoptaron forma de aquel extraterrestre. Solo mentarlo me provocaba miedo. Solo pensar en él me arruinaba las noches. Mis angustias encontraron su contenedor perfecto: aquella terrible criatura de expresión horrible, ojos amenazantes y piel repulsiva.
¿Cómo que miedo a E.T., si es bueno? Es la frase que más escucharía en los años venideros. Que era como decirle a alguien con miedo a volar: pero si es totalmente seguro. La inutilidad. Me importaba un carajo que E.T. fuera bueno. De hecho, ya sabía que era bueno. Yo solo imaginaba aquel enano cabezón reptiliano entrando en mi habitación de noche, acercándose a mi cama y estirando el dedo luminoso mientras profería alguno de sus gruñidos. Esa presencia -esto lo tenía claro- sería insoportable para cualquier niño de 7 años. Por más que estuvieran convencidos de la bondad de E.T..
Bien hubiera hecho en mantener apagada e ignorada la tele aquel verano. Sabía que era lo correcto. Y E.T. me lo confirmó.