Festival de Cine de San Sebastián, día 2: Potencia visual y adrenalina para hablar de la corrupción

Dentro de la cobertura especial que realizaremos sobre la presente edición del Festival de Cine de San Sebastián les ofrecemos las crónicas de Carlos Boyero en EL PAIS y de Oti Rodríguez Marchante en ABC.

Laura Ramos
Redacción ESTRELLAS EN LA NOCHE


Potencia visual y adrenalina para hablar de la corrupción

‘El reino’ no solo es una muy buena película. También era necesaria

Carlos Boyero – EL PAIS (23 de septiembre de 2018)

San Sebastián – Me da asco desde que era un crío, antes de descubrir que la vida de esa cosa tan abstracta y tan real llamada gente se mueve en función de las decisiones de un monstruo ancestral, del dominio, del engaño, de las falsas promesas, de la política. Sus protagonistas y subalternos de este negocio encarnan algo destructivo y odioso, siempre abusivo y falso casi siempre impune, llamado poder. Debió de existir en el paraíso, entre Adán y Eva (y seguro que había más secundarios allí) y por mi parte juro que he sufrido su efecto destructivo, desde los curas pederastas o simplemente salvajes que destruyeron mi infancia hasta relaciones familiares regidas por la brutalidad, por el “tú vas a ser así porque me sale los cojones, porque soy el jefe”. Después descubrí algo evidente, que casi todo en el mundo se rige por relaciones de poder, que solo ha existido una historia creíble en el universo, la batalla de los fuertes contra los débiles, y que cuando mediante revoluciones triunfan los oprimidos, los más listos y fuertes de ellos se convierten en una nueva casta decidida a joder a los de siempre.

Y por ello, jamás he votado, aunque tuviera tentaciones o responsabilidad cívica. No tengo creencias, ni amores sin presente ni final, y una desconfianza razonada y vieja ante todo ese personal, mediocre hasta extremos vomitivos, que ha logrado un sueldo oneroso para el resto de su vida, con méritos propios o con el enchufe de familia y amigos, con esa falacia grotesca e hipócrita de que va a arreglar el lamentable estado de las cosas si los ciudadanos le votan. Siempre me ha parecido una ciénaga, como casi todo en la vida, pero sin su eterno poder. Y sé que en ese mundo que me repugna soy tan seducible que solo me podría involucrar con actores excelsos, llamados Barack Obama y Václav Havel, pero el resto me parecen lamentables. Y se trata de eso, de crear una imagen vendible, de vender la moto (el término es anticuado, lo reconozco, modernos) en un mundo regido por la mentira, por las promesas rotas, por la permanente impostura.

Y toda la gente decente está molesta por algo que no es la excepción sino la norma. Se llama corrupción. Funciona en todos los órdenes de la vida, incluido ese periodismo que afirma sin rubor que es el defensor de la verdad, pero sabemos gracias a jueces que se atreven a agredir a sus supuestos amos, a policías y guardias civiles que respetan el sagrado concepto de la profesionalidad, a pringados importantes o prescindibles que destapan el hedor de la alcantarilla para reducir su pena, que el robo sistemático y ancestral que ha ejercido el mundo político en este país (y en todos, no seamos ángeles) es interminable. Y de esta sórdida movida, de su mediocridad y su rutina, de algo perverso pero institucionalizado, se ocupa por primera vez una excelente película española titulada El reino.

Nos cuenta que la mugre en la política ha existido siempre y será interminable, que las grietas solo aparecerán en función de que los secundarios con datos e influencia se sientan traicionados, de que no quieran comerse el marrón sin involucrar a todos los colegas que delinquían obedeciendo al orden natural de las cosas. Su oficio es burocrático, cutre y ostentoso, gansteril y pavorosamente real, están convencidos de que la justicia jamás va a pillar a los reyes en un juego en el que se pueden sacrificar los peones si el peligro es real. La mierda en la que se desenvuelven los partidos políticos se cree inviolable en nombre de la tradición, son los administradores de la vida ajena, los gestores del bien común, garrapatas cotidianas y estrategas ancestrales, algo tan antiguo y conocido como el sistema, consistente en saltarse todas las leyes en nombre del beneficio propio, de tus hijos, de tus cuñados, de tus sobrinos, de tu santa esposa (las putas, el Dom Perignon, la horterada en los yates, la cuenta en Suiza son privilegios naturales de tu democrático oficio), pero todos esos privilegios pueden desmoronarse si el barco amenaza con naufragio, si los colegas en latrocinio de toda la vida venden tu piel para salvarse ellos, si el Padrino (magnífico y terrorífico Josep María Pou) te recuerda que no puedes traicionar, ni siquiera en nombre del sálvese quien pueda, un inmenso negocio atávico que ha enriquecido a una casta imperdurable, bajo cualquier régimen.

Rodrigo Sorogoyen cuenta esta abyecta historia con un poderío visual que crea adrenalina no solo en los protagonistas de la historia sino en el espectador. La cámara hace prodigios necesarios y la música electrónica también. A veces se siente tan seguro de su potencia visual que da un poco de grima, la misma que me produce una secuencia interminable en la terraza de una administración pública entre el subsecretario corrupto y un subordinado que también está en pleno naufragio. La voz del segundo igual es natural, pero me resulta de un histrionismo insoportable. Y Antonio de la Torre, ese actor para todo especializado en los últimos años en interpretar a todo tipo de tarados, está perfecto. El reino no solo es una muy buena película. También era necesaria. No cambiará el estado de las cosas. El personal seguirá confiando en la necesidad de líderes, de derechas o izquierdas obsesionadas con mejorar la vida de sus compatriotas. Y algunos se lo creen mientras se mueren de hambre.


Sorogoyen habla de la cloaca y lo titula «El reino»

Demoledor retrato a lo «Uno de los nuestros» del estiércol moral de la política

Oti Rodríguez Marchante – ABC (23 de septiembre de 2018)

San Sebastián – A efectos prácticos, de uso diario, la película del día en el Festival era «El reino», de Rodrigo Sorogoyen, que, no es que sea española, es que es el viejo anuncio del toro de Osborne trasladado a nuestra jugosa jungla política y social: «El reino» es más que una radiografía, es un TAC de estos últimos años en los que la clase política triscaba langostas y hacía negocios como si se las/los merecieran, sin tener ni diente ni talento para ello. Es un documental, falso y por lo tanto lleno de verdad y verosimilitud, de los años en los que triscar y trincar era lo normal, fuera en Valencia, en Madrid, en Andalucía o en Villaarriba y Villaabajo.

La película de Sorogoyen aspira a la Concha de Oro, sí, pero ya tiene ganada de antemano la concha de la ostra, pues nos relata con preciso pulso dramático y de «thriller» todo eso que hemos vivido en carne propia, en los telediarios y en las sedes judiciales: cómo la política autonómica y la empresa y los medios de comunicación local se enredaban, paletamente, en un juego de intereses y mafias dignos de Coppola y Scorsese. De hecho, Sorogoyen le imprime un ritmo cocainómano que recuerda a «Uno de los nuestros» para desbrozar una historia de mafia, poder, traiciones y supervivencia: un personaje es expulsado de «el reino» del trinque y se defiende con grabaciones, «papeles de Bárcenas» y ese electrodoméstico tan útil del ventilador para resistir la embestida de la Ley.

Todo es auténtico, real, vivido y tan estimulante como vergonzoso que puede uno elegir los nombres que ponerles a los personajes, aunque tiene la precaución la película de no otorgarles ni iniciales reales ni siglas de Partido para que el espectador se consuele, si quiere, poniendo las de los otros… ¡País!… Antonio de la Torre es el protagonista, sí, y lo borda, como todos los actores que le acompañan, pero todos ellos, y también el guionista (Sorogoyen e Isabel Peña) deberían compartir derechos de autor con los enchironados y por enchironar: les han regalado guion y personajes. Hay momentos, escenas, situaciones y frases que merecen tanto entrecomillado de la realidad como la tesis full de Sánchez, y tiene un final desolador, con esa caricatura de Ana Pastor, o sea, del periodismo fetén, que hacen del vómito la única respuesta honrada a nuestra realidad. Ahora vas, Escolar, y lo tuiteas.

Las otras dos películas en competición eran la francesa «El hombre fiel», de Louis Garrel, y la argentina «Rojo», de Benjamín Naishtat, ambas con una cualidad compartida: arrancaban maravillosamente, y con un defectillo común, tomaban un camino (dejándose otro) manifiestamente mejorable. Louis Garrel, actor de flema y carraspeo, dirige un guion hecho junto a Jean Claude Carrière, una historia llena de ingenio, gracia y ruido reiterativo, con una voz en «off» muy francesa (por no decir muy bressoniana) y con un protagonista masculino (el propio Garrel) completamente inocuo frente a la grandeza femenina, encarnada por la mollar Laetitia Casta y la virginal Lily Rose Melody Depp, hija de Johnny y de Vanessa Paradis. La película tiene gracia hasta donde la tiene, y desaprovecha por completo al personaje grande de la historia, el hijo de Laetitia, con un sexto sentido más digno de Shyamalan que del posturitas Garrel.

La argentina, «Rojo», es una auténtica bomba en su preámbulo, veinte minutos, hasta que la pantalla se inunda con su título: impresionante de fuerza, intriga y ambiente en aquella Argentina de provincias durante el avispero de mediados de los setenta, y con un Grandinetti como espejo de la nación. El porqué se pierde después narrativamente en una ensalada metafórica y llena de hilachas de intención (nadie usa la cabeza dentro de la pantalla, y el personaje detectivesco que interpreta el gran Alfredo Castro es risible sin merecerlo), es el misterio de la historia, aunque la salve con contundencia esa prodigiosa presencia de Andrea Frigerio, tan rebuena actriz.