Como si de una película de la «Nouvelle Vague» se tratase, el director de cine rememora aquellas fiebres de mayo siguiendo el guion de Gabriel Albiac
José Luis Garci – ABC (20 de mayo de 2018)
Antes de nada, tengo que confesar, avergonzado, que soy uno de los poquísimos españoles de mi generación que no estuvo en París aquel mayo del 68. Por esas fechas trabajaba en Taurus Ediciones y escribía el guion de «El cronicón», una película que meses después filmaría Antonio Giménez- Rico. Pero salvo yo y otros pocos extraviados más, el resto de la «basca», que diría Umbral, se paseaba a todas horas por el Boul’Mich’ pidiendo lo imposible. Habría que mirarlo, aunque seguro que Madrid, Barcelona, Oviedo, Sevilla, estaban desiertas aquellos días en que los Godard, Lelouch, Truffaut, Louis Malle, Rivette, Rohmer, y por ahí, se colgaron de la cortina de la Grand Salle del Festival de Cannes para impedir las proyecciones. Junto a ellos, también empujaba mi admirado Carlos Saura -precisamente esa jornada era la del pase de «Peppermint frappé», uno de sus mejores filmes-, y a su lado Polanski, que era miembro del jurado pero se unió a la causa. Y lo cierto es que, entre todos, lograron cancelar la XXI edición del certamen cinematográfico más importante del mundo. En la Croisette, ya digo, se escuchaba hablar tanto en francés como en español, igual que en la Sorbona, Nanterre y el Barrio Latino. (Al año siguiente, como si no hubiera pasado nada, regresó Cannes con mayor cobertura mediática que nunca).
Impacto en diferido
Los que quedábamos en el Imperio seguimos la aventura por la radio, poco, a través de TVE, menos, y algo más en el periódico «Madrid» y en las revistas «Triunfo» y «Cuadernos para el diálogo», así como en «Fotogramas», que tenía destacado en la mostra al gran Jorge Fiestas. El caso es que el impacto de la huelga general que paralizó Francia, nos llegó como en diferido. No puedo, pues, contar mucho del acontecimiento. Pero, mira por donde, mi querido Gabriel Albiac acaba de publicar un libro titulado «Mayo del 68. Fin de Fiesta». Se trata de un magnífico ensayo, yo diría que de procedencia platoniana, donde está todo. Y ahí voy. Que para mí lo de Gabriel, más que un texto extraordinario, es un film imprescindible.
El otro día, en ABC, mi amigo Cuartango escribía que, visto con perspectiva, Mayo del 68 había sido un movimiento de bibliófilos que quisieron plasmar en la realidad los sueños que habían vivido en los libros. «Les années de rêve» llamaron a eso Hamon y Rotman. Sin embargo, yo creo que fue más una rebelión de cineastas, una lucha perpetrada por los jefes de fila de la «Nouvelle Vague».
Pedro G., en su estupendo artículo (siempre, como todos los suyos, a la «recherche» del tiempo aprendido), resalta que los activistas de aquella histórica primavera lo que querían era pelear por una utopía, por algo, por poco que fuera, que diese sentido a sus vidas, lo que ya es mucho. Por su parte, Albiac, en su libro -perdón, en su excelente film de arte y ensayo en blanco y negro, el blanco y negro de aquel inolvidable cine social de los años 30-; Gabriel, repito, nos asegura que es imposible hablar del 68 en primera persona, aunque parece que es así como lo recuerda todo el mundo (incluido el propio Albiac), no desde el «ello» sino desde el «yo» más personal, que también es el mío. Ahora que lo pienso, una de las maldiciones que nos trajeron aquellas fiebres de mayo es que íbamos a pasarnos ya toda la vida recordando, como así ha ocurrido, que no es mala condena.
Aviso que no soy político ni sociólogo, ni, menos aun, filósofo o semiótico, pero sí cineasta, un cinéfilo del Racionamiento, es decir, pro-Hollywood. Aclaro: pro-Hollywood clásico. Bien. Pues tras visionar detenidamente el filme de Albiac -un «collage» superior a «La Chinoise» de Jean-Luc o al legendario «Actua 1» , de Philippe Garrel-, he tomado nota, por ejemplo, de que las movilizaciones estudiantiles (y proletarias) más que hacer surgir la chispa, lo que lograron es que brotara la épica, algo de mayor mérito.
Desde aquella España de arresto domiciliario que habitábamos, lo primero que sentimos por los que cantaban la «Internacional» bajo el Arco de Triunfo, fue simpatía, complicidad. Luego, pudimos comprobar que el contacto amistoso entre los nuevos y los viejos filósofos significó una victoria del desorden sobre el orden, que durante un rato fue divertido. Tras un par de semanas, asistimos a la más asombrosa mutación de lo que llevábamos de siglo: los jóvenes antisoviéticos se volvieron pro-chinos. Y otra cosa que advertimos al instante fue la supremacía de los tiempos confusos sobre los tiempos muertos, lo que tampoco estaba tan mal, acordaos de las interminables pausas que rodeaban «La noche» y «El eclipse», de Antonioni, o las obras de Miklos Jancsó.
Y, atención, se veía venir que el ecologismo se impondría al estructuralismo, y la «Non Fiction» a la «Fiction». Además, se redescubría el Oriente, la India (a la que se quitó el artículo; India, iremos a India, se decía, estuvimos en India), aunque Somerset Maugham ya había promocionado todo aquello de la meditación trascendental y los gurús en «El filo de la navaja», donde también nos informó del coraje de los curas obreros y nos alertó del peligro que arrastran las melancolías generacionales. Maugham (pronúnciese «Moom») fue un escritor excepcional -en el cuento, la novela, el teatro o los libros de viajes- e igualmente un visionario del mundo que se acercaba.
Tras el furor de mayo, se desplomaron las acciones de las mesas redondas y los «simposiums» alrededor del «tercermundismo», y, en cambio, subieron los valores de las aguas minerales y de los vegetarianos. En junio, ya aparecen las primeras camisas con flores, se multiplican las sesiones de jazz y se inaugura el reinado del Progresismo. Ser progre, hasta ahora mismo, no es sino una marca en minúscula de la Modernidad. Para ser un buen progre no se precisa voz propia, sólo estar pendiente de lo que se lleva en cada momento.
California Dreamin´
El subidón de envidia nos llegó desde California, tan soleada, tan azul, tan lejana, una California llena de coches deportivos y chicas en «shorts»; como un helado de vainilla, así imaginábamos a aquella California sin nostalgias de la Paramount o la Metro, capital del surf, el sexo y del esplendor en la yerba. En las playas de Santa Mónica, Malibú y Trancas, por fin, el doctor Marcuse se cargó el doctor Mabuse y la Academia de Hollywood tornó en la Escuela de Fráncfort.
Contemplados esos días en una atmósfera Català-Roca, veo los cromos de, en primer lugar, Louis Althusser, y, a continuación, Malraux, Sartre y Simone, Foucault,Cohn-Bendit, y así hasta el mismísimo Henri Langlois, el zar de la Cinémathèque. (En 2008, coincidí con Danny «le rouge» en Bruselas, en una de las cafeterías del Parlamento Europeo y os juro por Roland Barthes que se movía con la misma vehemencia atropellada de los noticiarios. Por cierto, Emma Cohen, la chica más guapa, lista y divertida que había de Algeciras a Estambul -y no Twiggy-, se llamaba Emmanuela Beltrán y decidió llamarse Cohen por Cohn-Bendit).
Insisto, el film que ha escrito Albiac cincuenta años después del terremoto de mayo, recuerda tanto una novela de John LeCarré como «La infancia recuperada», de Savater; en ambas obras hay tristeza y numerosos primeros planos de nuestros amores y desconciertos. El de Gabriel es un ensayo -un filme- tanto de sugerencias como de imágenes fijas, algunas recordadas, otras, las mejores, aprendidas. Albiac, no es ningún secreto, es un poeta muy en la línea de María Zambrano. Los dos, él y María, nos hablan de la dichosa Realidad con libertad de la buena. Los poetas ponderados y los poetas filósofos, renuevan nuestra intimidad, pero más aún nuestra espiritualidad. Eso fue un poco también lo que pretendieron los agitadores del mayo francés.
Veteranos del mirar
Sigo con Albiac. Su prosa visual, que saca a pasear por un París encendido con la naturalidad con que filma McCarey, rebosa luz y decepción. Atesora aquella mirada de pensamiento largo de Sinuhé, el médico egipcio. Las palabras de Gabi no parecen haber sido tecleadas sino punzadas en arcilla, o sea muchas pirámides antes de los presocráticos, y tienen el mismo fulgor que las de Hawks y Ford. No hace falta montar ningún curso en la Menéndez Pelayo para difundir cuánto influyó el cine en nuestros grandes pensadores desde el CinemaScope hacia acá. Ahí están Julián Marías, Agapito Maestre, Eugenio Trías, Savater y el propio Albiac, todos ellos veteranos «nouvelle vague» de la reflexión, del mirar.
Hoy, me parece que la mayoría de aquellos rebeldes con causa que buscaban las playas bajo los adoquines, también fueron rebeldes con clase. Enamorados de la Revolución, nos dejaron un puñado de hermosas frases, nada que ver con las de las galletitas de la suerte -«Se prohíbe prohibir», «La imaginación al poder», «Sed realistas, pedid lo imposible»…-, frases que se han convertido en Mitologías, como el primitivo «I+D» (Imaginación más Diversión).
De sueño a pesadilla
En el libro de Albiac no hay que buscar, lo encontramos todo. Desde cómo se gestó la leyenda de un fracaso, hasta como el hechicero De Gaulle transformó los sueños en pesadillas. Cine de autor el de Albiac, porque él, sí, él fue un testigo de excepción del acontecimiento, y, además, desde las barricadas. Cine preciso, personal, como su prosa, llena de curiosidad, nunca dogmática. Un filme (y un libro) que siempre va hacia delante, hacia el horizonte, hacia donde caminan los héroes de los «westerns», sin detenerse más que lo justo en una mirada, en un inserto, en un adjetivo, acariciando los detalles, como Nabokov o Murnau.
En «Mayo del 68» (que Albiac ha escrito a los 68), podemos comprobar de verdad cómo arrancó la era de la Contestación y del «Compromiso», el drama que supuso el fin de la canción-protesta, y, bendita sorpresa, fuimos testigos de cómo el Mensaje se quedó en Recado. Lo peor fue que en agosto del mismo 68, entraron los tanques soviéticos en Praga por la amplia avenida de San Wenceslao. Y yo dejé de comprar «Cahiers de Cinéma» al comprobar, no que se había transformado en una revista pro-china, sino que ya no querían ni a Nicholas Ray ni a Billy Wilder.
[Gabriel: tu libro, tu filme, es más que un éxito, es una victoria. Te confieso que muchas páginas las he leído -y visto- mientas escuchaba cantar a Yves Montand «Las hojas muertas», de Jacques Prévert, y que me habría gustado comprarlo en alguno de los quioscos que rodeaban la «Gare» de Austerlitz, pero, quién sabe, igual dentro de unos años, otro mayo con los cielos de Maigret encapotando el Sena, me lo ofrece algún «buquinista» de la orilla izquierda].