LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ: La purificación del cine en la hoguera del racismo

La reciente decisión de HBO MAX de retirar de su plataforma el mítico exponente del cine clásico hollywoodense ha disparado una polémica caliente entre los cinéfilos de todo el mundo y colocado en la picota uno de los temas más sensibles de la actualidad. La pregunta es si descatalogar una obra de arte es el remedio más adecuado para tratar las lesiones de un pasado que sería más conveniente no olvidar.

Eduardo J. Manola – DIRIGIDOPOR  (julio de 2020)

Quienes han leído la novela de la periodista y escritora sureña Margaret Mitchell afirman que en ella se profundizan muchos temas que la versión cinematográfica toca de manera superficial o directamente soslaya, se conoce mejor a los personajes claves para el desarrollo de la narración y se advierte la personal visión que la autora tenía de la historia no muy lejana de la guerra de secesión norteamericana y de las costumbres del Sur de los Estados Unidos. Nacida en Atlanta en 1900 en el seno de una familia acomodada y criada entre los relatos de la guerra civil que le contaba su abuela, había empezado a escribir el libro en 1929 y para ello utilizó no solo conocimientos históricos sino sucesos de su propia vida. Suspendió su trabajo varias veces, insegura de su obra, hasta que el editor Harold Latham, absolutamente fascinado, la instó a retomarlo y terminó publicando la novela en 1936, que se convirtió en bestseller y ganó el premio Pulitzer en 1937, en plena recuperación de la Gran Depresión.

No voy a centrarme en mayores datos de la película que adaptó la obra de Mitchell pues ya se han escrito ríos de tinta sobre ese enorme film, indiscutida pieza de la cinematografía universal que se ha mantenido en lo más alto del reconocimiento de los especialistas y en el corazón de millones de fans y cinéfilos que se rinden a sus pies cada vez que encaran un nuevo visionado de la cinta. Me resulta más interesante, esta vez, desmenuzar el objeto, punzar la médula del cuerpo, y analizar ciertas cuestiones satélites quizás en apariencia, pero que integran el núcleo de la obra de arte cinematográfica y literaria.

Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) ha sido y es aún, más que una película, un hito del cine, un puntal de referencia obligada y constante que el paso del tiempo no ha podido erosionar sino todo lo contrario. A su 80 aniversario cumplido el año pasado se suma hoy una polémica decisión de la cadena HBO que, contra todo pronóstico u objetivo, no hará más que consolidar el film como lo que es: un fresco de una época turbulenta y cruel de un país que, como muchos otros, reúne en su historia aciertos y tragedias, y rezuma en su esencia la tendencia ideológica, política o social de sus realizadores. Una película monumental fruto de la obsesión de su productor, David O. Selznick, de una estética superlativa, con un elenco de actores y actrices ideal, y la sumatoria de un grupo de profesionales, artistas y técnicos de primerísimo nivel, algunos en el culmen de su inspiración y creatividad, como el diseñador de producción William Cameron Menzies, considerado el primero en ese rubro, el fotógrafo Ernest Haller, con su uso vanguardista del color y la luz, y el compositor Max Steiner, que escribió en tan solo cuatro semanas una partitura magistral de tres horas y cuarenta y cinco minutos, con una melodía considerada de las más bellas jamás compuestas para el cine y que contribuyó a la popularidad del film al infinito.

UN REGUERO DE PÓLVORA

Como consecuencia de un reclamo de John Ridley, guionista de la oscarizada 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, Steve McQueen, 2013) expuesto en un artículo en el “Los Angeles Times” el pasado pero reciente 8 de junio, e influenciada seguramente por las revueltas derivadas del asesinato de George Floyd en Minneapolis, HBO Max decidió quitar Lo que el viento se llevó de su catálogo.

Las redes sociales, en su frenético devenir, en su alocado discurrir de incontinente espontaneidad, se poblaron de opiniones efervescentes que, no sin cierto dejo de razonabilidad, expusieron un inmediato y unánime rechazo a la censura y prohibición que suponía, claramente, la retirada de Lo que el viento se llevó de la plataforma de televisión. Estoy convencido de que la enorme masa de usuarios de esas redes no se tomó el trabajo de leer el artículo de Ridley y tampoco chequeó cuál fue exactamente la medida concreta de HBO. La reacción fue visceral, en caliente, y política (o cinematográficamente) correcta. La defensa de la cultura y la libertad de expresión, de un clásico de clásicos, de un monumento del cine, era una cuestión obvia, de necesidad y absolutamente lógica. Y confieso que yo mismo caí en la trampa. Estimé, supuse, creí en la noticia, y reaccioné instintivamente: bajar del catálogo una obra de arte era una locura, una censura sin atenuantes. Era la reacción de las venas, burbujas en la sangre. Pero alguien, en esas mismas redes, se había tomado el trabajo de comprobar la información en lugar de dejarse llevar por el reguero de pólvora, y la difundió: HBO Max no quitó la película del catálogo de forma definitiva, sino para agregarle un cartel, un disclaimer sobre el racismo que aparecerá antes del inicio del film, como ya lo ha hecho con algunos cortos animados de Looney Tunes advirtiendo sobre la violencia intrínseca en ellos. Luego de recapacitar mi primera reacción intempestiva, fui a las fuentes a comprobar la información para escribir esta reseña, como es mi costumbre y como debí haber hecho al leer la candente noticia.

La CNN publicó el 10 de junio una nota firmada por Frank Pallotta en la que se cita a un portavoz de HBO Max (propiedad de WarnerMedia junto con la misma CNN): “Lo que el viento se llevó es un producto de su tiempo y describe algunos de los prejuicios étnicos y raciales que, desafortunadamente, han sido comunes en la sociedad estadounidense. Estas representaciones racistas estaban equivocadas entonces y ahora, y sentimos que mantener este título sin una explicación y una denuncia de esas representaciones sería irresponsable”. El portavoz agregó que “cuando la película vuelva a la programación de HBO Max lo hará tal y como se creó originalmente, porque de lo contrario sería lo mismo que afirmar que estos prejuicios nunca existieron, pero incluirá una discusión de su contexto histórico y la denuncia de esas mismas representaciones, pues si queremos crear un futuro más justo, equitativo e inclusivo, primero debemos reconocer y comprender nuestra historia”. Habrá que controlar que la empresa de streaming cumpla con lo que ha afirmado y que no sea una burda maniobra elusiva. Sería triste y despreciable. Me inclino a otorgar el beneficio de la duda y a esperar los futuros movimientos de la plataforma que será muy fácil verificar. Hasta aquí la información y el dato concreto.

EL GERMEN DE LA CENSURA

Trataré de equilibrar en mi pluma las distintas sensaciones y sentimientos encontrados que toda esta polémica me ha generado. Ahora bien, el reconocimiento de la intempestiva y apurada reacción de los cinéfilos no debe nublarnos el horizonte ¿Resulta suficiente la argumentación de la cadena televisiva? ¿Es justo y legítimo hacer desaparecer un film por su visión sobre un tema, aunque este sea tan vigente y lacerante como lo es el racismo? ¿Qué otros temas tan dolorosos deberían ser objeto de revisión y de eventuales cirugías? ¿Es sincero el reclamo de John Ridley?

“Hey, HBO: ‘Lo que el viento se llevó’ romantiza los horrores de la esclavitud. Quítalo de tu plataforma por ahora/”, reza el título del artículo de Ridley. Está muy bien escrito, exige y amenaza, pero parece que solo pide. Es respetuosamente agresivo, si cabe la expresión. Y aprovecha de manera inteligente la trágica actualidad del racismo para demandar que se acalle la versión “edulcorada y romantizada” de la rebelión del Sur que expone Lo que el viento se llevó. Nadie en su sano juicio puede estar a favor de cualquiera de las formas de segregación o discriminación, sea racial, religiosa, sexual, política o ideológica, pero intentar su erradicación a través de la herramienta de la prohibición parece, cuanto menos, un despropósito y una contradicción. Otra vez la sangre burbujeante en las venas le gana la partida a la reflexión.

“Déjenme ser muy claro: no creo en la censura”, escribe Ridley, y continúa: “No creo que ‘Lo que el viento se llevó’ deba ser relegada a una caja fuerte en Burbank. Solo pediría, después de que haya pasado un tiempo prudencial, que la película sea reintroducida en la plataforma de HBO Max junto con otras películas que den una imagen más amplia y completa de lo que la esclavitud y la Confederación realmente fueron. O, tal vez, podría ser emparejado con conversaciones sobre las narraciones y por qué es importante tener muchas voces que compartan historias desde diferentes perspectivas, en lugar de solo las que refuerzan los puntos de vista de la cultura predominante. Actualmente, no hay ni siquiera una advertencia o descargo de responsabilidad que preceda a la película”. No parece irracional. Sin embargo, el mensaje oculta el germen de la prohibición, lisa y llanamente, pues no importa cuánto tiempo HBO la deje fuera de su catálogo, aunque fuere un segundo estará prohibida, si bien esa prohibición resultaría inocua dado que la película está disponible en formato físico en tiendas y online en distintos servidores. Además, ¿quién decidirá cuánto será el “tiempo prudencial” que deberá cumplir el film en esa suerte de cuarentena reflexiva?  Y yo me pregunto: ¿el rechazo al racismo como postura, debe tener un tiempo prudencial? ¿No deberíamos ser cultores de un antirracismo permanente y sin plazos?

Nos estamos equivocando. La censura previa mereció el rechazo de las generaciones que la sufrieron. La censura post-visionado debería obtener idéntica resistencia. Igual que el racismo que se pretende defender. Lo que el viento se llevó, dice Ridley, “es una película que, cuando no está ignorando los horrores de la esclavitud, se detiene solo para perpetuar algunos de los más dolorosos estereotipos de la gente de color…”, y que “romantiza la Confederación de una manera que sigue dando legitimidad a la noción de que el movimiento secesionista era algo más, o mejor, o más noble de lo que era –una insurrección sangrienta para mantener el ‘derecho’ a poseer, vender y comprar seres humanos…”. Es cierto, absolutamente cierto, lo que sostiene Ridley. Margaret Mitchell retrata a los sureños de esa época como una comunidad de buenas costumbres y amables personas, y a las plantaciones de algodón como un complejo vacacional donde la población negra se lo pasaba en grande. Esclavitud idílica en toda regla. Es más, idealiza la relación amo-esclavo y presenta al primero como un ser educado y respetuoso, y al segundo como un perrito faldero, agradecido y servicial no por obligación sino por convicción, en ciertos casos tonto e inútil, e incapaz de existir por sí mismo. Vamos, que la esclavitud no está tan mal, pues tenemos casa y comida. Es probable que la Mitchell se haya visto influenciada por sus antepasados sureños que habían vivido los horrores de la guerra civil y que pudieron haber idealizado esa visión edulcorada y nostálgica de la vida del Antebellum, donde todos eran felices, incluidos los esclavos. La película de Selznick no solo no va contra esa postura sino que la enaltece. El film comenzaba con un texto lleno de nostalgia: “Hubo una tierra de caballeros y campos de algodón llamada el Viejo Sur. Aquí, en este precioso mundo, la galantería hizo su última reverencia. Aquí se vio por última vez a los caballeros y a sus bellas damas, al amo y al esclavo. Búsquenlos en los libros, porque ahora no son sino el recuerdo de un sueño, una civilización que el viento se llevó”.

RACISMO Y HOMOFOBIA

Las vicisitudes de la filmación y los hechos ocurridos en la ceremonia del Oscar que premió a Lo que el viento se llevó con 8 estatuillas sobre un total de 13 nominaciones no hacen más que desdibujar esa imagen casi onírica pretendida en su introducción. George Cukor, el primer director asignado para el rodaje, que no ocultaba su homosexualidad pese a la moral que se imponía en Hollywood en aquellos tiempos, fue despedido por Selznick, que no lo soportaba, y tras los embates homófobos de Clark Gable. Lo sustituyó por Victor Fleming, artesano del cine mudo, muy viril pero exento del exquisito toque del que hacía gala Cukor a la hora de dirigir actrices.

Por su parte, Lo que el viento se llevó resultó un calvario para Hattie McDaniel, la inolvidable Mammy, la sirvienta de Scarlett, que ganó el Oscar por su actuación convirtiéndose en la primera actriz negra en obtenerlo. Se le impidió asistir a la premiere de la película en Atlanta, y en el Ambassador Hotel de Los Ángeles, donde se celebró la gala de la entrega de la Academia, se la sentó en una mesa separada de sus compañeros de elenco, pegada a una pared del fondo de la sala y al lado de los servicios. Se dice que Gable amenazó con no asistir a la ceremonia si no dejaban entrar a la actriz de color. Bien por el duro de Clark, pero luego no se sentó con ella. Peor suerte corrió Butterfly McQueen, que interpretó a Prissy, la criada chillona y miedosa de los O’Hara, que ni siquiera fue admitida. “Prefiero ganar 700 dólares en una semana interpretando a una criada que ganar siete dólares siendo una de verdad, contestó McDaniel al activista Walter Francis White, que la acusó de ser una afroamericana sumisa a la opresión blanca.

Ese era el contexto de la época de la película en un país en el que la segregación racial no había sido superada ni mucho menos*. *La comunidad afroamericana hacía sentir sus críticas hacia la película desde el momento de su estreno. El cineasta de color Carlton Moss tildó Lo que el viento se llevó de “ataque a la historia de Norteamérica y de la  población negra”, así como de “burdo intento de empatizar con una causa reaccionaria que pervive en el Sur”, y la equiparó a El nacimiento de una nación, en una dura carta abierta a Selznick en el “Daily Worker”.

Lo que el viento se llevó es un film racista no porque incite a linchar negros, sino porque minimiza la trágica experiencia de la esclavitud, desvirtuando la descripción de los prejuicios étnicos y raciales que existían en la sociedad estadounidense a través de la visión sesgada de sus realizadores y de la autora de la novela. Con todo, es un pedazo de historia norteamericana, y barrerla debajo de la alfombra para aplacar algunas conciencias no la hará cambiar, pero sí puede provocar su olvido. Un error imperdonable y más pernicioso que cualquier visión sesgada de la realidad. No se puede borrar la historia, pero sí se puede aprender de ella. Y lo primero es no olvidarla.

Eso es lo que habría que hacer, tal como propuso Spike Lee respecto de El nacimiento de una nación, no prohibirla, no censurarla, sino ponerla en contexto, debatirla y discutirla, en las escuelas o en donde se pueda. De esa discusión y contextualización se podrían sacar incluso elementos que beneficien a la causa. La película podría constituir, además, un valioso referente en la representación de los actores negros. El Oscar a Hattie McDaniel contribuyó sin duda a la visibilidad de su raza y en su discurso pudo expresar entre lágrimas su anhelo de que su premio sirviera para que los afroamericanos tuvieran más oportunidades en el cine. Fue un largo y doloroso proceso, pero hoy hay actores y directores de color reconocidos, respetados y premiados, y profesionales de color en todas las áreas trabajando en igualdad de condiciones con los blancos. La evolución es impresionante si uno tiene la oportunidad de ver Scrub Me Mama with a Boogie Beat, un cortometraje animado de 1941, producido por la Universal y Walter Lantz, famoso por su creación de El Pájaro Loco (Woody Woodpecker). La forma denigrante en que se presentaba a los personajes negros provoca náuseas, primero, y luego indignación.

ESTERILIZAR LA HISTORIA, ESCLAVIZAR LA MEMORIA

Explicar contextos históricos y rechazar prejuicios, sean raciales, religiosos, sexuales o de cualquier índole es no solo razonable, sino necesario. Prohibir o descatalogar una película es un billete de regreso a épocas tristemente célebres. Mejor es mostrar y educar, respetando las posturas, las visiones y los criterios, y no ocultar los vicios, las injusticias y las tragedias. ¿Hasta dónde llegarían las prohibiciones? ¿Cuál sería el límite para determinar qué película es racista, homófoba, herética, machista o pronazi? Y si entramos en esas, ¿podrían cuestionarse decisiones en sentidos diferentes? Podrían prohibirse películas por edulcorar el comunismo, o por exaltar la doctrina de la Iglesia Católica, el feminismo o la heterosexualidad. ¿Quién o quiénes se arrogarán la potestad casi divina de tomar esas decisiones? ¿Nuevos fanáticos McCarthys, o Torquemadas recargados?

La lista de películas que entrarían en un gran sorteo para su eventual prohibición sería larga, y una vez confeccionada muchas más quedarían en espera para engrosarla. Clásicos como Las aventuras de Tom Sawyer (Tom Sawyer, Don Taylor, 1973), ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946), con su criada negra, y docenas de westerns que glorifican la conquista del Oeste y el sangriento desalojo de los indios de sus tierras, tendrían todos los números de ese sorteo. Pero, una vez lanzada la caza de brujas, podrían quedar “nominadas” películas que visiones más permisivas considerarían inofensivas.

El submarino (Das Boot, Wolfgang Petersen, 1981) contaba las penurias de la dotación de un sumergible alemán durante la Batalla del Atlántico en la Segunda Guerra Mundial, con nazis buenitos ensalzados y reconocidos en su forma, muy profesional, por cierto, de hundir decenas de buques mercantes de los convoyes aliados. A prohibirla. El gran James Cagney protagonizó varias películas que mostraban “visiones románticas” de criminales tristemente famosos, enemigos número uno pero con los que el público se identificaba y hasta lloraba su muerte. A prohibirlas. Bonnie y Clyde, a prohibirla. ¿Quién no se ponía del lado de Billy Hayes (Brad Davis) en El expreso de medianoche (Midnight Express, Alan Parker, 1978), cuando era torturado en una cárcel turca? Pero, joder, el muchacho había intentado traficar con droga, era una mula. A prohibirla. Los dos Papas (The Two Popes, Fernando Meirelles, 2019) muestra al Papa emérito Ratzinger como encubridor de curas pedófilos (una absoluta mentira), pero supongamos que Netflix se hace eco de las protestas del conservadurismo eclesiástico y decide retirar el film de su plataforma. Y hablando de Roma, cabría acallar los grandilocuentes péplums norteamericanos de la época de oro que edulcoraban la épica del Imperio Romano pues, no olvidemos, este fue pionero del comercio de esclavos de todos los colores.

En el blaxploitation se idolatra la estética de la raza negra y el poder de unos héroes tan icónicos como estereotipados en la reivindicación de la comunidad afroamericana, pero muchos de esos films están plagados de misoginia y homofobia. Escondámoslos entonces. Muchos de los clásicos de aventuras se basan en la literatura colonialista. Kipling era racista. Lovecraft, amo y señor del goticismo fantástico y el horror cósmico, también. Y Chaplin era de izquierdas. Prohibamos todas sus obras. O etiquetémoslas con disclaimers de dudosa justificación, que parecen menospreciar la capacidad del espectador para apreciarlas.

¿Qué decir de las películas bélicas soviéticas que idealizan a Stalin y ocultan sus purgas y su sangrienta dictadura pre y post Segunda Guerra Mundial? Enviémoslas a los gulags de Siberia. ¿Con qué argumentos se podría defender la permanencia en cualquier catálogo de El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, culto al nazismo y a la divinidad del mayor asesino y racista de la historia de la humanidad?

Podríamos seguir así un buen rato. Por mucho que se intente crear una imagen idealizada de una época, la historia siempre estará allí para bajarla a la realidad. El cine podrá generar su propia versión de ella, pero jamás logrará ocultar las máculas del pasado. De la misma manera, retirar Lo que el viento se llevó de un catálogo podrá significar un gesto simbólico y condescendiente hacia un presente reivindicativo, y es de esperar que no tienda a agitar los fantasmas de la censura. Sin embargo, la esterilización del pasado mediante un análisis extrapolado de su contexto temporal no sería la forma correcta de confrontar la cultura con la historia. Las películas son obras que provienen de la mente y convicciones de personas que viven en un tiempo y espacio determinados, y es lógico que sus ideas inoculen las cintas con sus propias visiones. Cuando la historia está en juego, la tentación de que esas obras cuadren con nuestra propia visión es tan grande que puede generar reacciones y prejuicios aún más graves que los que se pretenden erradicar. Un demonio más grande que el que se busca exorcizar podría corporizarse en la infantilización reduccionista de la obra cinematográfica.

Lo que el viento se llevó fue, es y seguirá siendo una de las películas más prestigiosas de la historia de Hollywood, de estética impactante y uno de los máximos exponentes de una particular manera de hacer cine. Pero, por encima de todo, es un producto de su tiempo, como lo son la mayoría de las obras cinematográficas, y así debe ser analizada y comprendida, dejando a un lado la miopía de creer que todo se puede purificar en la hoguera.

 

Eduardo J. Manola