Me toca: “Cine de verdad, no basura de consumo” por Rafa García

Hastiado de ver memeces como Ha nacido una estrella, naderías como Venom, o bodrios infames como Fest Hell, me encuentro con Cold War y por un momento vuelvo a creer que el cine existe y no es un espejismo vendido por los departamentos de maketing, promoción y prensa para hacer caja con la excusa del arte. En blanco y negro, con formato años treinta, Pawel Pawlikowski supera su excelente Ida con esta historia de amor (desamor en realidad revestido de ‘amour fou’) imposible que nos traslada a otras latitudes emocionales como pocas veces vemos en una pantalla.

Una cantante y bailarina, Joanna Kulig, que quiere superar su vida aburrida y mediocre en una Polonia regida por el régimen satélite de Stalin, y un musicólogo y pianista, Tomasz Kot, tendrán una serie de encuentros amorosos y desencuentros. Cercanía y lejanía, acercamientos y distanciamientos en pos de un futuro juntos que se antoja imposible, un sueño imposible. Dos interpretaciones de altura, con quimera real, que dan credibilidad a esos personajes, reales, que persiguen algo tan ‘normal’, e irreal, como la felicidad, en medio de traiciones y arrepentimientos.

Esa música, presente en toda la película, sonidos autóctonos de la Polonia rural, castigada durante siglos, sometida siempre, canciones en honor del gran líder, gran carnicero en la realidad, impuesta por otro opresor que dice ser el libertador, el jazz y el rock en París, una vez que han huido y reunido de nuevo, para terminar donde empezaron, con música clásica incluida. El sonido ambiente, otro protagonista del film, esencial, que aporta, y no acompaña como objeto decorativo de relleno, concepto.

La puesta en escena de Pawel Pawlikowski es inconmensurable, cada plano, cada frase, cada ángulo. Casi siempre sobran las palabras. El uso de la fotografía, contrastada hasta la exageración para marcar, remarcar y enmarcar los blancos y los negros. Casi no existe la gama de grises. No se necesita. El blanco es blanco y negro es negro y no hay más. El clasicismo en la narrativa que nos lleva a otros tiempos, a otros lugares, a otras esencias. La magia del cine, la historia eterna. No voy a comparar la película con ninguna otra, ni con Casablanca que podría. Cold War se sirve y basta por ella misma.

Maravilla de principio a fin, en la historia, en los intérpretes (de carcajada oír la calidad artística de Lady Gaga frente Joanna Kulig), en las imágenes que te entran por los ojos, pero se quedan en la retina, en la memoria individual, en el amor que une cuando no destruye. Perfección, la mejor palabra para definir esta joya, este regalo para los sentidos, este alimento para el alma. Y al final, el final y nada más. Una Obra Maestra.

Este año (no me pidan que siga el calendario español, mi memoria no da para tanto) ya he visto dos grandes películas. Cold War y La favorita. No está todo perdido, la esperanza existe. Espero verlas en los Oscar para completar la regeneración del cine, esa industria que nos castiga con bodrios en cascada que me cuestan miles de kilómetros. Cold War me ha resarcido y aún sigo flotando. Me la volveré a encontrar en unos días, antes de su estreno el 21 de diciembre. No faltaré a la cita. No seré Ilse en Casablanca o Zula en Cold Ward.   

 

Rafa García