Me toca: “Cuando el cine es cine y nada más” por Carlos Infante

Levitando (y no me refiero a ninguna experiencia paranormal o provocada por consumo de sustancia alucinógena alguna) me encuentro tras haber visto Cold War con una sensación de bienestar, placidez y plenitud que sólo un limitadísimo número de películas consigue cada década (si es que no hay algún decenio en blanco). Me pasó con Rojo de Krzysztof Kieslowski y me ha vuelto a pasar con la última película de Pawel Pawlikowski (casualidades de la vida ambos nacidos en Varsovia, de nacionalidad polaca y con producciones de Mk2). Decía mi añorado François Truffaut que “quien ama la vida ama el cine” y con películas como Cold War esta afirmación cobra un sentido de autenticidad absoluto. Pawlikowski nos devuelve la fe en esa industria que muy de tarde en tarde produce arte con una honestidad pocas veces se ve en un autor cinematográfico.

Vayamos a la película que es lo que imagino les interesa y no mis sentimientos personales que, por una vez, he querido compartir con todos ustedes. Filmada en blanco y negro en formato 4:3, como ya hiciese con su meritoria y multipremiada Ida, Cold War se puede dividir en tres partes, como los clásicos, que coincidiría con la presentación, el nudo y desenlace (nunca mejor dicho este último término), abarcando un periodo de unos quince años en la vida de esta pareja protagonista de una de las historias de amor más tristes que se recuerdan, pero también más veraces, más reales. Y ahí radica el primer logro de Pawel Pawlikowski, su historia, su película, su narrativa, su puesta en escena irradian Verdad (sí con mayúscula), honestidad y realidad; como irradian un magnetismo inusual en una película, parejo al que sienten sus protagonistas entre sí.

La primera parte se desarrolla en la Polonia de 1949, país, en aquellos años, satélite de la unión Soviética regida por el genocida Stalin, a quien hay que cantar su grandeza por imposición del poder establecido que no se conforma con los cánticos propios de la cultura autóctona. Hay que cantar, y exaltar, la gloria de la reforma agraria y el peligro del enemigo exterior sin olvidar nunca la supremacía del que llaman ‘gran salvador’. Allí se conocen los protagonistas, Zula y Wiktor (magistralmente interpretados por Joanna Kulig y Tomasz Kot). Ella miente sobre su origen para ser aceptada en el grupo musical, ha estado en la cárcel por haberle clavado un cuchillo cuando ‘la confundió con su madre’, coquetea con el político local que trata de medrar en el partido, y se enamora de su profesor que la ha escogido porque sin tener la voz ‘tan pura’ como otras candidatas, porque posee “algo más”, un magnetismo y una presencia en el escenario que causan una impresión indeleble (lo que también se puede aplicar a la actriz Joanna Kulig). Aprovechando una actuación en Berlín ambos amantes acuerdan escapar del bloque soviético a Occidente pero Zula, en el último momento, dejará plantado a su amado y permanecerá en Polonia (por miedo a no ‘ser nada’), mientras que el pianista se va a París.

La capital francesa será la segunda parte de la historia. La espera, los encuentros furtivos hasta llegar al ‘definitivo’ (que nunca lo es). Ambos amantes sueñan con estar juntos, con un futuro juntos y definitivo, pero son incapaces de mantener esa relación. Por egos, por celos, por diversidad de intereses, porque ninguno quiere dejar de ser él, ni cambiar en nada su vida. El amor no mueve montañas y ‘será lo que tenga que ser’ aunque ‘le quiere’. Y la música siempre presente, la canción de Zula, el jazz, el blues, el rock. Wiktor fue abandonado como Rick en la estación de tren, pero esta vez, años más tarde, Ilsa vuelve con él, hasta que llega la ruptura y la protagonista regresa a Polonia.

Del desenlace poco voy a contar. Sólo les apunto que Zula le pedirá que la saque ‘de allí, pero para siempre’, tras el paso de Wiktor por un Campo de trabajos forzados tras regresar a Polonia en busca de su amor ideal. El resto se lo dejo a ustedes para que lo descubran (y vivan) por sí mismos en esta historia de amor imposible, donde los protagonistas sueñan y anhelan un amor imposible, que podría rozar el concepto de ‘amour fou’ varias veces explicitado en el cine francés.

Todo esto lo narra Pawel Pawlikowski con aparente sencillez, con un clasicismo que nos retrotrae a películas como Casablanca (trenes incluidos), al mito de la mujer fatal, ‘femme fatale” ya que estamos en Francia, sin olvidar directores contemporáneos a la época en que está ambientada la película como podría ser Antonioni. No hay concesiones al espectador, no hay imágenes vacuas, cada plano está medido y realizado con un propósito, aunque si hay una reiteración, la del amor imposible. Cada imagen es un regalo para los sentidos, por su construcción, por su estructura, por su encuadre, por su fotografía en blanco y negro, contrastada hasta lo inimaginable.

Nos quedan dos puntos más absolutamente esenciales a la hora de analizar esta obra. La música, siempre protagonista y presente en la historia. Desde los cánticos rurales de Polonia, al inicio, hasta las canciones pro soviéticas, pasando por ese jazz y blus que hemos comentado, o incluso fragmentos de música clásica, de George Gershwin (partes de la canción “I Loves You, Porgy”) o la legendaria “Rock Around the Clock” interpretada por Bill Haley and His Comets. Es lo que los une y puede que sea lo que les separe. Otro deleite para los sentidos añadido a esta obra.

No podría terminar esta crónica sin una mención al trabajo de Lukasz Zal, director de fotografía, sin cuya aportación la película no habría alcanzado las cotas de excelencia obtenidas. Es una fotografía en blanco y negro puro, casi irreal, con una iluminación perfecta y adecuada para enfatizar cada momento de forma precisa, una profundidad de campo que sorprende y una ausencia de tonos medios (gama de grises) que no es casual en absoluto. Es otro alarde de arte, otro deleite más para nuestros sentidos desbordados, como la música, como la narrativa, como la puesta en escena, como las interpretaciones de Joanna Kulig y Tomasz Kot cuya química desprenden alto voltaje.

Termino. Cold War es cine en estado puro, arte sin concesiones, una historia que emana Verdad como he señalado anteriormente. No hay errores en la película, como tampoco hay concesiones al sentimentalismo. Hay reflejo de la Guerra Fría que asoló a Europa, como ha asolado a los protagonistas, aunque en otras circunstancias tal vez nunca se hubiesen conocido. Cold War es un regalo para los sentidos (lo he reiterado varias veces de forma consciente), pero también es un alimento para la mente y el espíritu. No se queda en lo formal, en la estética vacía, por muy perfecta que sea, ahonda en el concepto, en la vida, en los sentimientos que nos mueven, en las vidas de Zula y Viktor que con toda seguridad no le son demasiado ajenas a su director Pawel Pawlikowski. Cold War es una Obra Maestra imperecedera llamada a entrar por la puerta grande de la Historia del Cine, y es, también, la consagración definitiva de su director Pawel Pawlikowski. No quiero caer en la reiteración innecesaria. Si les gusta el cine, el cine de verdad, no pueden perderse Cold War, no se lo perdonarían.

   

Carlos Infante