Muere Claude Lanzmann, cineasta de la memoria

El director, responsable del documental ‘Shoah’, muere en París a los 92 años

Álex Vicente – EL PAIS (6 de julio de 2018)

A Claude Lanzmann le hubiera gustado ser inmortal, pero era consciente de tener “la estadística en contra”. El cineasta, escritor y periodista francés, figura central de la vida intelectual en su país, falleció este jueves en París a la edad de 92 años. El autor del documental Shoah, que reconstituía el exterminio de los judíos con la oralidad como único instrumento, deja atrás una vida dedicada a la constitución de una memoria histórica sobre una de las peores páginas del relato del siglo pasado. “Recordar supone un auténtico trabajo. La memoria no surge sola, se tiene que construir”, dijo en 2011 durante una entrevista en su apartamento en el barrio parisiense de Montparnasse.

Nacido en 1925 en Bois-Colombes, en las afueras de la capital francesa, Lanzmann procedía de una familia de emigrantes judíos que habían escapado a los pogromos en la Europa del Este. De niño, nunca pisó una sinagoga ni recibió una educación religiosa. “El antisemitismo previo a la guerra fue muy violento, lo que me terminó afectando incluso a mí”, explicaba. Reconocía que durante años sintió vergüenza de la nariz aguileña de su madre, una mujer tartamuda y colérica que abandonó a su familia cuando Lanzmann tenía 9 años. “Pero nunca estuve molesto con ella. Al revés, la entendí. Mi madre fue una pionera. Para dejar a tu marido y tus tres hijos en 1934, hay que tener un coraje y una libertad formidables”, sostenía el director.

Su vida fue una novela. La narró en unas apasionantes memorias tardías, publicadas en 2009, que tituló La liebre de Patagonia (Seix Barral). A los 18 años, mientras estudiaba en un internado de Clermont-Ferrand, Lanzmann se alistó en las Juventudes Comunistas y luego en la Resistencia. Transportó armas clandestinamente y aprendió a pilotar, descubriéndose un temperamento guerrero que luego marcaría también sus actividades como intelectual, en las que se enzarzó con frecuencia en polémicas y disputas. Tras la guerra, se marchó a estudiar Filosofía a la ciudad alemana de Tubinga, conocida por sus prestigiosas universidades. Y de ahí llegó al Berlín de la posguerra, cuyo paisaje fracturado siempre le fascinó. Se dedicó al periodismo “alimenticio”, como él lo definía, entre 1950 y 1970, trabajando para el diario France Dimanche y publicando perfiles de famosos en la revista Elle, que recopiló en un volumen editado en 2012, donde recogía sus encuentros con Charles Aznavour o Jean-Paul Belmondo. Una serie de artículos sobre Alemania publicados en Le Monde llamaron la atención de Jean-Paul Sartre, su maestro intelectual desde que leyó, al terminar la guerra, Reflexiones sobre la cuestión judía. Lanzmann dijo reconocerse en cada una de sus páginas.

Admirado por su talento, Sartre le invitó a escribir en su revista, Les temps modernes. Y, a través de ese encuentro, conoció a Simone de Beauvoir, su eterna compañera, con quien Lanzmann viviría una gran historia de amor. El cineasta fue el único hombre con quien Beauvoir vivió conyugalmente. “Pero el hombre de su vida fue Sartre”, reconocía sin problemas. Lanzmann se convirtió en el tercer vértice de un triángulo amoroso que duró siete años. “Ella seguía trabajando con Sartre, pero ya no tenían relaciones sexuales. No se crea que fue una orgía. Yo nunca lo hubiera aceptado, ni tampoco ellos. Lo terminamos dejando porque me enamoré de otra mujer. Beauvoir quiso compartirme tres noches a la semana, pero la otra no quiso oír hablar del tema”, recordó en la misma entrevista. Lanzmann también fue pareja de la actriz Judith Magre; la escritora Angelika Schrobsdorff, autora de Tú no eres como otras madres; y la médico Dominique Petithory, su última esposa.

Su principal legado se titula Shoah, monumental documento de nueve horas y media de metraje, que se estrenó en 1985 tras 11 años de preparación y 300 horas de rodaje. Fue la labor de su vida, la obra de un hombre empecinado que trabajó en la más profunda soledad, convencido de un proyecto en el que nadie creyó, buscando a víctimas y verdugos que aceptaran conversar sobre la aniquilación de seis millones de judíos en un tiempo en que seguía siendo un tabú. “Nunca hubiera podido consagrar tantos años a hacer realidad una obra como Shoah si me hubieran deportado [durante la guerra]”, expresó en otra ocasión. “No hay creación auténtica sin opacidad. El creador no debe ser transparente respecto a sí mismo”. Shoah se convirtió en una película sobre lo indecible, que montó sin imágenes de archivo y sin reconstituciones, anclándola en el presente y no en el pasado. Lanzmann hablaba, en el fondo, de la necesidad de erigir una memoria histórica por mucha vergüenza que dé mirarle a la cara.

Su radicalidad formal se convirtió en un dogma, en una prohibición explícita de comerciar con el horror absoluto en los relatos formulados por el séptimo arte. El estreno francés de La lista de Schindler suscitó una gran polémica, a causa de esa posición de Lanzmann. “La ficción es una transgresión. Pienso profundamente que hay una prohibición de la representación”, expresó en una tribuna publicada en Le Monde en 1994. “¿Qué uno llora viendo La lista de Schindler? De acuerdo. Pero las lágrimas son una forma de gozar. Las lágrimas constituyen un goce, una catarsis”. Lanzmann se opuso repetidamente a la representación audiovisual de la solución final. Solo algunas películas, como la reciente El hijo de Saúl, del húngaro László Nemes, que prescindía de toda imagen explícita, obtuvieron su visto bueno.

Shoah fue su obra más importante, pero no la única. Su primer filme fue Pourquoi Israël (1972), un documental sobre la fundación del Estado, que Lanzmann siempre defendió a capa y espada, y que volvió a aparecer en Tsahal (1994), estudio sobre el ejército israelí. Visitó el país por primera vez en 1952. “Podría haberme quedado en Israel toda la vida”, decía Lanzmann. ¿Por qué no lo hizo? “Porque me acosté con Beauvoir la noche antes de marcharme”, confesaba sobre la mujer que le hizo volver a París. Shoah también fue la matriz de otras cinco películas que profundizaban en testimonios recogidos para el documental, pero para los que no encontró suficiente espacio. Tal vez el más vibrante sea El último de los injustos, sobre el rabino vienés Benjamin Murmelstein, repudiado por la comunidad judía por su proximidad con los nazis.

En los últimos años, a Lanzmann se le veía debilitado. Había perdido oído y caminaba apoyándose en un bastón por una lesión en la rodilla. Y tenía el alma dolorida por la muerte de su hijo Félix en 2017, a los 23 años, a causa de un cáncer fulminante. Pero ni siquiera eso lo retiró de la circulación. En los dos últimos años rodó dos películas: Napalm, sobre su relación pasional con una enfermera norcoreana durante una visita al país en 1958 –convenció a las autoridades para que le dejaran rodarlo prometiendo que filmaba “un documental sobre el taekwondo”–, y Les quatre soeurs, estrenado hace pocos meses por el canal francoalemán Arte, sobre cuatro mujeres que sobrevivieron a los campos nazis.

Lanzmann fue un hombre iracundo y apasionado, de mirada dura y sonrisa difícil, pero con ojo malicioso y conversación afable. Sus enemigos lo tildaban de ogro. Muchos de sus amigos, también. Todos coincidían en que, cuando echaba la siesta, era mejor no despertarlo. Hasta sus últimos días, Lanzmann siguió siendo una fuerza de la naturaleza, que hablaba de sus proyectos de futuro como si el tiempo que le quedaba fuera ilimitado. Le gustaba recordar que, tras el suicidio de su hermana, una amiga le escribió unas palabras de consuelo. “La vida gana siempre”, le dijo para reconfortarlo. Al recordar esas palabras, Lanzmann se mostraba dividido. “Tenía razón, porque ya no pienso en ella cada día. Y, al mismo tiempo, se equivocaba: no me he olvidado de nada”, decía. “Pero es verdad que, sin la pulsión de la vida, es imposible seguir adelante. Solo existe la vida. No creo en el más allá, esa gigantesca construcción”. El ogro se ha vuelto a echar la siesta, pero esta vez para siempre.