Terry Gilliam sirve el menú de clausura: una quijotesca ensaladilla

«El hombre que mató a Don Quijote» al fin ve la luz, fuera de concurso, en la clausura del festival

Oti Rodríguez Marchante – ABC (20 de mayo de 2018)

El título elegido para la clausura tenía más bien el rango de inauguración: Cannes descorrió el telón, por fin, para «El hombre que mató a Don Quijote», la película inacabable, la película desgarrada, la película nunca vista, la película que comienza con un cartel que dice: «Y ahora, tras 25 años haciendo y deshaciendo: un film de Terry Gilliam». Todo el mundo conoce los innumerables problemas y el caos que tuvo la elaboración de esta obra, y ahora podrá conocer también la cantidad problemas y caos que tiene la propia obra, tan consecuente consigo misma que arranca con un equipo de rodaje, un director visionario que interpreta Adam Driver y un grotesco Quijote colgado del aspa de un molino.

Al Quijote cervantino hay que buscarlo dentro de la grotesca historia que lo recubre, la de unos rusos mafiosos, una insaciable ucraniana (Kurilenko) esposa del productor, la de un director quijotesco que va en moto y se convierte en Sancho y la de un viejo zapatero que vive en la creencia (desde que interpretó a un Quijote en otro anterior y desastroso rodaje) de que él es el auténtico Caballero de la Triste Figura, trapicheado con gracioso espanglish por Jonathan Pryce. La película tiene un contacto ligero con la Literatura, pero otro mucho más irónico con la Lengua, y Terry Gilliam lo solventa con enorme imaginación, como ese momento en el que Adam Driver, en un español de partir nueces, le da un manotazo a los subtítulos y dice: «hablemos en inglés». Fantástico.

Gilliam consigue entre aspavientos incorporar los dos relatos, el «actual» y grotesco, que apretuja ideas sobre la inmigración o el terrorismo, y el «ilusorio» y atemporal, en el que recoge más o menos episodios cervantinos como en la Venta de Maritornes o el del Caballo Clavileño, aunque la coherencia de todo ello no sea una de sus mejores virtudes y se acabe convirtiendo en una ensaladilla rusa y sopa castellana con tropezones (actores) reconocibles, como Jaenada, Mollá, Rossy de Palma, Sergi López… Se sale y se entra de lo «real» a lo «quijotesco» y alucinatorio sin ton ni son, y muy en ese estilo Gilliam en el que todo se atropella y salta alegremente por los aires.

Con esfuerzo, uno puede percibir entre el tono de comedia desparramada (golpetazos, situaciones burlescas, diálogos irrisorios…) una intención sutilmente poética y melancólica que Gilliam vierte sobre la figura del Quijote, y hasta un punto de crítica y sarcasmo del director hacia sí mismo y su obra, tan apresurada a pesar de las décadas invertidas en ella, y sin proporcionarle a su historia la certeza de un narrador, un punto de vista claro. Lo que sí está claro es que no es Cervantes.