Todos recordamos cómo era ver cine antes del coronavirus, pero ¿cómo lo será en el futuro? Ello dependerá, indudablemente, de la rapidez del cambio de modelo económico donde se halla inmerso no solo el cine, sino el mundo entero.
Tomás Fernández Valentí – Dirigido por (3 de noviembre de 2020)
No descubro nada cuando afirmo que la pandemia internacional provocada por el coronavirus COVID-19 ha supuesto un cambio en todo el mundo, tanto a nivel económico como social y político, para el cual probablemente no hay marcha atrás, salvo que se produjera otro cataclismo de proporciones planetarias como el que acabamos de sufrir. Estamos hablando de una crisis sin parangón en la era contemporánea que ha supuesto la paralización de la economía mundial, un frenazo brutal, seguido de una lenta recuperación, que acabará llevándonos de cabeza a un modelo económico que será distinto al que todavía regía, si bien herido de muerte, a principios de 2020. El virus no ha hecho otra cosa sino acelerar un cambio de modelo económico que venía cociéndose desde hace más de una década, concretamente desde que el modelo instaurado después de la Segunda Guerra Mundial mostró sus primeros y dramáticos signos de agotamiento a raíz de la crísis desatada entre 2007 y 2008, que tuvo su momento más llamativo con la tristemente célebre quiebra de Lehman Brothers. El nuevo modelo económico que la pandemia ha acelerado, implantando unas condiciones que se han avanzado, según diversas opiniones, unos cinco años antes de lo previsto, se basa, fundamentalmente, en lo que se conoce como industria 4.0, la industria de la información total y absoluta, que hace bueno el viejo dicho de que la información es poder, y que será la más importante o una de las más importantes de un futuro muy próximo, por no decir de hoy mismo, y que ya tiene uno de sus más reconocidos motores de cambio socioeconómico en la pujante tecnología 5G, la quinta generación de tecnologías de telefonía móvil cuyas posibilidades son, ahora mismo, casi inimaginables.
El virus ha traído consigo otras consecuencias no menos severas, provocadas por la aceleración de la implantación del nuevo modelo económico. Siguiendo a Santiago Niño Becerra, catedrático de Estructura Económica de la Universidad Ramon Llull y a otros economistas de similar parecer, la economía actual se caracteriza por la tendencia de la división del mundo en zonas o regiones económicamente importantes que, a pesar de estar geográficamente ubicadas en los estados a los que pertenecen a nivel administrativo, hacen gala en sí mismas consideradas de un poder que está por encima de la media de dichos estados, los cuales son económicamente inferiores si se los compara a nivel global con dichas zonas o regiones geográficas relevantes (Cataluña o el País Vasco dentro de España), o con grandes corporaciones internacionales como el gigante de la gestión de archivos BlackRock o empresas como Amazon o Google, cuyas ganancias igualan o superan el producto interior bruto de muchas naciones. Ante esta tesitura, no podemos sino especular con la posibilidad de que algunos estados puedan utilizar la actual coyuntura pandémica para hacer frente al poder de dichas zonas o regiones geográficas relevantes y de las grandes multinacionales, con la finalidad de recuperar una parte importante de su capacidad de decisión social, política y económica mediante una recentralización y reconcentración del poder central en perjuicio del poder local (sin salirnos del ámbito sanitario español, la polémica sobre el «mando único»), lo cual conlleva profundas reestructuraciones como el aumento del control preventivo y a distancia de la población, el teletrabajo y la digitalización de los sistemas de producción en aras de la seguridad sanitaria. Un cambio de modelo que también afecta al cine.
Otra vida, otro cine
Si, desde un punto de vista hipotético, podemos especular en torno a un imaginario «golpe de estado de los estados» dentro del orden mundial, no hace falta ponerse conspiranoico para advertir que el cambio de modelo económico ha afectado a la producción cinematográfica de una manera que ni tan siquiera lograron las dos primeras guerras mundiales o el crack de 1929.
En primer lugar, el cierre temporal de las salas de exhibición, seguido de una tímida reapertura con limitaciones de aforo, ha puesto de manifiesto que, en términos generales, la explotación comercial de películas en cines puede estar dando sus últimas bocanadas. Que el retraso de uno o hasta dos años en el estreno de grandes blockbusters norteamericanos como Wonder Woman 1984 (ídem, 2020, Patty Jenkins), Viuda Negra (Black Widow, 2021, Cate Shortland), Sin tiempo para morir (No Time To Die, 2021, Cary Joji Fukunaga), Fast & Furious 9 (F9, 2021, Justin Lin) o The Batman (Matt Reeves, 2022) haya traído consigo una debacle en la exhibición nunca vista a nivel mundial puede interpretarse de muchas maneras. Entre ellas, como una demostración fehaciente del papel relevante de los blockbusters en el mercado del cine como elementos de atracción popular, pero también hasta qué punto es frágil dicho sistema: son films que llenan las salas, pero su ausencia de la cartelera durante unos pocos meses ha bastado para destrozar una labor de años. Además, el retraso cautelar en el estreno de los mencionados blockbusters asimismo pone de relieve que el modelo industrial de exhibición basado en las multisalas que tanto proliferaron a partir de los años 80-90 del pasado siglo ha llegado a su fin, o cuanto menos, a su reducción. Habrá que esperar a ver si se confirma esta tendencia o si se produce una recuperación siquiera parcial de la exhibición, previa reestructuración económicamente viable del aforo. Experimentos como el estreno directo en plataformas y a precios especiales de blockbusters, como el llevado a cabo por Disney con Mulán (Mulan, 2020, Nikki Caro) a través de su plataforma Disney+, todavía tiene su cuenta de resultados pendiente de confirmación.
Y, hablando de Disney+, ¿qué decir de la siniestra casualidad en virtud de la cual su puesta a disposición en medio mundo a finales del pasado mes de febrero tuvo lugar en puertas del estado de alarma decretado por los gobiernos estatales en marzo, con el consiguiente confinamiento en sus hogares de millones de personas? Dejando aparte esta, queremos pensar, desdichada coincidencia, que convirtió el lanzamiento de Disney+ en protagonista involuntario de la campaña de marketing más involuntariamente agresiva de la historia, tampoco cabe la menor duda de que la pandemia ha traído consigo una consolidación del consumo de producciones audiovisuales en plataformas, o lo que es lo mismo, la incorporación definitiva del streaming a nuestra vida cotidiana.
Apuntar qué puede ocurrir en el futuro más allá de lo que hemos señalado es siempre arriesgado, amén de inseguro, dada la variabilidad consustancial a las circunstancias económicas. Podemos aventurar con que, mientras no se efectúe el relevo generacional de los nacidos en el siglo XX por los alumbrados en el siglo XXI, un todavía significativo sector de público amante de la proyección en salas mantendrá viva tanto como se pueda iniciativas románticas como, por ejemplo, el cine Phenomena Experience de Barcelona, que alterna estrenos de actualidad con reposiciones de clásicos; ciertas salas especializadas en v.o. que siguen adelante gracias, asimismo, a una audiencia fidelizada; o el público que acude regularmente a filmotecas. La proyección en salas pervivirá, al menos de momento, en los festivales que quieran o puedan aceptar, en todo o en parte, asistencia presencial (ya hay certámenes, como el recientemente celebrado en Sitges, que han incorporado a su oferta programación online). Y, como ya ocurriera en su momento con el cine y la televisión, cine y plataformas son dos gigantes condenados a entenderse, pues qué duda cabe que el streaming se erige en una alternativa de explotación viable para una ingente cantidad de audiovisual de producción media o pequeña que difícilmente accedería a un estreno en salas «normalizado», como se decía hasta hace poco, o excluida de determinados festivales considerados de primer nivel.
En cualquier caso, el consumo masivo de producción audiovisual vía streaming conlleva una cuestión inherente que por ahora no se ha resuelto de manera satisfactoria, y que en principio tan solo lo hará, por ejemplo, si la oferta de las plataformas se diversifica todavía más e incluye el acceso al repertorio «clásico», o considerado como tal, por parte del público llámese cinéfilo o interesado por el cine como arte; dicho de otro modo, la creación específica de plataformas destinadas en todo o en parte a contentar al sector de público nacido el pasado siglo y educado en la escuela de la cinefilia a base de ciclos televisivos, cines de barrio de programa doble y visitas a filmotecas; o sea, personas como las que leen DIRIGIDO POR… Algo que tan solo se llevará a cabo si da dinero, naturalmente; o, expresado de otra manera, si encaja en el nuevo modelo económico. Si no, quedará la descarga en Internet, pero incluso esta opción tiene fecha de caducidad, pues durará hasta que los nacidos en el presente siglo, que salvo honrosas excepciones ni ven cine clásico ni les interesa lo más mínimo, eliminen la disponibilidad de esos viejos archivos, del mismo modo que, salvando las distancias, una cantidad ingente de producción rodada en el período silente fue destruida para recuperar el nitrato de plata del viejo celuloide.