Manolo Marinero – CASABLANCA, Mayo de 1981
De Con la muerte en los talones está dicho todo por el inglés Robin Wood, el americano Bogdanovich, el manchego G. Redondo, el tarifeño Carreño y los críticos franceses.
Pero la película es absurda. Presupone que un individuo cualquiera, un contemporáneo nuestro, está a merced de las grandes agencias de investigación internacionales, de las sociedades secretas, de las redes de espionaje, que pueden alterar o destruir su vida. Se supone que los enemigos de la CIA y la CIA pueden ponerle a usted o a Roger Thornhill (Cary Grant) la muerte en los talones. En fin, eso es tan inconvincente como que quienes deciden la culpabilidad, la inocencia, la persecución, la suerte, la muerte de los individuos, puedan actuar según criterios arbitrarios o inexplicables o torcidos, y no con un rigor perfecto. Si el público puede perdonar la inexactitud del mensaje de Hitchcock, estará preparado para asistir a la huida y defensa de este individuo imaginario, Roger Thornhill, de una serie de amenazas y peligros debidos a motivos que ni le van ni le vienen. El espectador podrá trasladarse desde un mundo donde no existen las organizaciones ocultas al universo ficticio de Con la muerte en los talones, donde sí existen víctimas propiciatorias y sociedades anónimas homicidas.
El publicitario Roger Thornhill, de carácter pícaro, infantil e irresponsable, está siguiendo sus rutinas cuando es inexplicablemente asaltado por unos pistoleros. Claro, que todo el mundo de dentro de la pantalla, aunque no lo sepa el de fuera, sabe que en realidad Roger Thornhill no es pícaro, ni infantil, ni irresponsable, ni siquiera publicitario, sino el sagacísimo agente Kaplan. Pero el mismísimo Roger Thornhill opina, sin embargo, en contra de sus vecinos de pantalla, y al lado de sus vecinos de patio de butacas y gallinero, que él no es el agente Kaplan. ¿A quién intenta engañar? ¿O a quién intenta engañar Hitchcock? Una cosa está clara. Uno de los dos miente. Pero el público sabe que Cary Grant nos ha mentido durante décadas, es un consumado embustero, mientras que Hitchcock siempre ha dado satisfactorias explicaciones de su actos ¿O es que sería yo capaz de engañar a los lectores?
Efectivamente, la carrera de mentiras no ha hecho sino comenzar. Va a mentir Cary Grant, o sea, Roger Thornhill, y el cortés James Mason, o sea, el maléfico Philip Vandam, y su amiga Eva Marie Saint, o sea, Eve Kendall, y el culebril Martin Landau, o sea, Leonard, y Platt y Tremayne, que creo que son de la CJA. Hay que estar listo para recibir embustes.
Lo peor de Con la muerte en los talones, peor que esa inconcebible suposición de que los individuos están indefensos frente al azar y a los intereses políticos, y peor que tanto engaño ingenuo, es la dimensión dinámica y visual de la película, que discurre por demasiados escenarios, fatigando la atención del público. Los rascacielos de Nueva York, el edificio de la ONU, una galería de subastas de arte, un campo de barbecho sin nada que fumigar por avionetas fumigadoras, trenes y estaciones, una mansión según planos de Frank Lloyd Wright, un albergue «alpino», las montañas Rushmore. Bastante tiene el espectador con descubrir minuto a minuto una verdad nueva y tener siempre que conformarse con ser el hombre que sabía y sabe demasiado poco.
Bueno, yo no creo que tengan razón quienes admiten que Con la muerte en los talones es un buen pasatiempo, la verdad sea dicha. Digo que es la angustia de vivir, en broma. Porque, como divertimento que es, por un lado tiene gracia, pero por otro, maldita la gracia que tiene, como decían en un autobús socialista unos traidores sabios a un sabio traicionero.
Ciertamente pienso que tomarse las cosas a broma (como hacen los inconscientes de Roger Thornhill, durante la subasta de cuadros, y Cary Grant durante un rodaje profesional) no puede resultar útil para nadie. Me refiero en el otro lado de la puerta del cine, lejos de esa función de asesinos, entre gente razonable. Es tanto como creer que, pisando en un terreno simbólico, quiero decir, se puede escapar de una persecución entre abismos. Yo nunca le pisaría la cabeza a ningún presidente de los Estados Unidos, como hacen Cary Grant y Eva Marie Saint en esta película falta de sugerencias. Es un terreno inestable, nada propicio. Tan imbécil como echarle carreras a un avión. Cosa de mentalidad de cinco años, impropia de un señor mayor, como el guionista Ernest Lehman. Todo tan falso como cuando Clara Thornhill (Jessie Royce Landis), la madre de Roger, les pregunta delante de su hijo -en un ascensor- a los asesinos: «Señores, ustedes no están tratando realmente de matar a mi hijo, ¿verdad?». Los asesinos, estimulados por la presencia de testigos en el ascensor o apiadados de la incertidumbre del gesto de la frívola madre, se callan ¿Qué querría ella que contestaran? Todos los actores presentes se ríen de la audacia del guión, según exige el guión. Pero a Roger Thornhill no le hace la cosa ninguna gracia. A los asesinos, verdaderamente tampoco: por eso se ríen de la falta de gracia, para que no se note que no les hace gracia, con lo que descubren que la cosa tiene gracia para ellos.
Sólo Roger discrepa. Como Con la muerte en los talones es una película que fácilmente se olvida, por eso la reponen de vez en cuando. Es plásticamente anodina. Si fuera profunda, no habría que volverla a ver. Las películas profundas se graban a fuego en la memoria y no hay que volver a verlas. Yo pocas veces vuelvo a ver una profunda. Las recuerdo lo suficiente y bastante. Pero Con la muerte en los talones es otra cosa, ¡como es ligera! y, además, eso del atractivo de lo que ha quedado anticuado. Porque esta película no es moderna para nada.