Pedro Crespo – ABC, 9 de Noviembre de 1977
Constituye «La guerra de las galaxias» un éxito de taquilla sin apenas precedentes en el mundo entero, una película espectacular y divertida que tiene aventura, humor, acción y, lo que es más importante, imaginación. Una imaginación volcada hacia la técnica, apoyada en ella, que juega con razas humanoides, espadas láser, naves capaces de penetrar el hiperespacio, computadoras perfectísimas y robots, sin olvidar héroes y princesas que necesitan ser rescatadas, en el juego eterno del bien que se opone al mal y triunfa.
Como espectáculo, «La guerra de las galaxias» tiene perfecciones y trucos variados expuestos con una vistosidad inigualada hasta el momento, que no tiene precedentes válidos, aunque haya en ella acentos de una parte considerable de la historia del cine en materia de «magia fílmica», de sorpresa conseguida a través de la imagen que, de realidades y fantasías, permite y ofrece el cine.
Pero, además, la película constituye para el aficionado una apasionante mezcla de recuerdos y homenajes, de inspiraciones y antecedentes, cocinados con rara e infrecuente habilidad, como un compendio de temas, situaciones y personajes vestidos con los originales ropajes de una especialísima forma de ciencia-ficción, de «tebeo», con visos futuristas. Porque en «La guerra de las galaxias», en su historia —la del joven Luke Skywalker, que en compañía de un viejo guerrero parte al rescate de la princesa Leía, a derrotar al todopoderoso Moff Tarkin, destruyendo su imperio galáctico-dictatorial en favor de la libertad y el individualismo— se da cita una multitud de géneros, desde el «western» al cine bélico, pasando por la comedia romántica y la aventura, sin desdeñar lo puramente cómico, y, con ellos, las correspondientes escenas clásicas —la del «saloon», la del combate aéreo, la de la persecución angustiosa en la habitación cuyas paredes se aproximan para aniquilar a los héroes, la de la lucha final entre dos poderosos esgrimistas— aderezadas con las variantes que el ingenio de George Lucas y de su equipo han conseguido aportar.
Así, el «saloon» es multi-espacial y «muíti-especial», situado en un planeta perdido, con raros ejemplares de habitantes de ojos hexagonales, de trompas de mosquito o de peludas y gigantescas formas. Y, así también, los «cazas» del combate aéreo responden a lo más sofisticado y adelantado que la imaginación haya podido concebir, con la ayuda de computadoras como copilotos, mientras las espadas de rayos permiten imaginar a unos combatientes, mezcla dé caballeros templarios y de ingenieros electrónicos del mañana.
El mayor mérito de George Lucas —a cuya inteligencia y saberes cinematográficos hay que rendir tributo de admiración— reside en el acoplamiento perfecto de sus colaboradores, en la tremenda labor de síntesis, en la elaboración de esas escenas conocidas y en la originalidad de presentar un universo completo, con sus reglas y sus circunstancias, cercano al hombre de hoy, pero que es capaz de brindarle sugerencias y caminos de asombro. Con Lucas, la heroína no responde a los clichés más o menos clásicos de cualquier género —ni es la criatura pasiva ni la sustituía del hombre, como antítesis—, pero el cuento de hadas tampoco deja de serlo por haber cambiado sus elementos más tradicionales, por haber incidido en el dominio, con todo poco explorado, de la ciencia-ficción.
Para Lucas, el mal ha de ser siempre vencido por el bien. Y, por ello, «La guerra de las galaxias» es ciencia-ficción optimista, positiva, en lugar de convertirse en suma de negros vaticinios hacia una Humanidad que camina sin pausa a su propia destrucción. Lucas nos presenta una sociedad de un futuro más o menos cercano como si viviésemos en ella, con acento de presente y con aire de uso, tal y como nos verían hoy los habitantes de hace ochenta, cien o doscientos años, si pudiesen acercarse a nuestra realidad, con unas naves velocísimas, pero abolladas, con unas ciudades de aspecto cotidiano, no como si acabasen de salir de las manos de los decoradores, y unos trajes más o menos espectaculares, pero acomodados a un uso habitual.
Así, «La guerra de las galaxias», con sus personajes de una pieza, con sus perfecciones técnicas, su inaudita espectacularidad y su aparente sencillez, queda como un hito en el cine de ahora mismo que acaso marque una fecha para la historia del séptimo arte. Hablar de la excelente dirección de actores, de la prodigiosa fotografía, del suntuoso y eficaz montaje y de la música, asimismo, suntuosa y adecuada, no sería más que subrayar desde otros ángulos las excelencias del filme, que cabe recomendar, sin distinción, a todos los públicos que conserven ilusión por el cine y tengan la suficiente inocencia como para sorprenderse por lo que aparece sobre una pantalla y gozar con su sorpresa.