Consideraciones sobre la seria misión de hacer reír: Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges

Juan Carlos González A. – Kinetoscopio (6 de Agosto 2015)

“La película es una búsqueda del significado del director en su trabajo y es claramente una declaración tranquilizadora acerca de la comprensión que Sturges tiene de su arte. Permanece tan importante hoy, por sus valores de entretención y por su tema, como cuando fue hecha hace tantos años. Un buen filme nunca pasa de moda “
– John J. Puccio, 2001

“Esta película está afectuosamente dedicada a la memoria de aquellos que nos hicieron reír: los abigarrados saltabancos, los payasos, los bufones en todos los tiempos y en todas las naciones, cuyos esfuerzos han aliviado un poco nuestra carga”. La dedicatoria en los créditos que dan inicio a Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1941) no deja duda respecto a las intenciones de su director y guionista, el sin igual Preston Sturges, en esta, su cuarta película como director: vamos a presenciar una defensa sobre el arte de la comedia cinematográfica tal como él la entendía.

Y no hay una persona más autorizada para realizar tal testimonio: Preston Sturges era el rey de la screwball comedy de los años cuarenta. El término screwball se refiere a lo desbalanceado, irracional, errático y poco convencional, y se aplicó a las comedias fílmicas donde todo era una batalla: entre ricos y pobres, entre honestos y deshonestos, entre inteligentes y torpes. Sin embargo, la principal batalla que se libró en estos filmes fue la de los sexos. Los protagonistas de estos largometrajes son hombres y mujeres en permanente estado de guerra, tratando siempre de demostrar que son mejores que su contraparte. Y cuando el amor llega a ellos no se entregan con facilidad al sentimiento: prefieren combatirlo, hacerle las cosas difíciles, enfrentarlo.

Los personajes femeninos (encarnados por actrices como Irene Dunne, Carole Lombard, Claudette Colbert o Katharine Hepburn) son el centro de la trama: mujeres hermosas e independientes social y económicamente; inteligentes y frías, con un ligero toque infantil en sus personalidades. A ellas se opone un hombre cínico, testarudo y por lo general con ideas demasiado románticas (usualmente Cary Grant, William Powell, Joel McCrea). Ambos personajes se relacionan siguiendo una formula donde los unirá el azar, la búsqueda de algo común o un malentendido. Una vez en contacto su relación pasará por muchas etapas -incluida una frecuente inversión de roles- y padecerá variados conflictos hasta desembocar, por regla general, en un final feliz. El guion los rodea además de una galería de personajes secundarios que fluctúan entre lo entrañable y lo excéntrico y que no pocas veces terminan desplazando la atención del espectador hacia ellos.

Mezclando sofisticación con el humor físico y burdo del slapstick heredado de las comedias mudas de los años veinte, plenas de caídas, carreras, golpes y porrazos, las screwball comedies se desarrollan en ambientes lujosos, exóticos y mundanos – los autos lujosos y la moda de alta costura eran lo usual- donde hombres y mujeres tratan de demostrar su agudeza y brillantez gracias a unos diálogos frenéticos, pronunciados a gran velocidad, en un permanente y cínico juego de toma y dame, donde cada frase supera a la otra en gracia y desmesura.

El género se inauguró a mediados de los treinta con dos filmes magnificos, La comedia de la vida (Twentieth Century, 1934) de Howard Hawks y Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), dirigida por Frank Capra y que a pesar de las dudas que despertaba se alzó con los cinco Oscares principales y encendió el furor sobre las screwball. Este estilo floreció con W.S. Van Dyke y The Thin Man (1934); My Man Godfrey (1936) dirigida por Gregory La Cava; Topper (1937) de Norman Z. MacLeod; Easy Living (1937) -escrita por Sturges- y con La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938) y Ayuno de amor (His Girl Friday, 1940) también a cargo de Hawks. Con todo lo extraño que parezca, el propio Alfred Hitchcock también incursionó en el género con Mr. & Mrs. Smith (1941), protagonizada por Carole Lombard y Robert Montgomery. Pero la screwball necesitaría la llegada de Preston Sturges para desarrollarse por completo y después -rápidamente- desaparecer.

Sturges nació en Chicago en 1898, de una madre con ínfulas de personalidad social que se lo llevó a París cuando era un niño. Allí se une ella a la compañía de baile de Isadora Duncan y viajan por Europa haciendo parte del show. A los dieciséis años se pone al frente de una industria de cosméticos -la Maison Desti- que su madre había fundado en París e, inventor precoz, Preston patenta el primer lápiz de labios “a prueba de besos”. Más tarde se une al ejército norteamericano para luchar durante la primera guerra mundial. Tras el conflicto regresa a su país donde empieza su labor como guionista en Broadway, con relativo buen éxito. En 1933 y ya divorciado dos veces, decide probar suerte como escritor en Hollywood. Uno de sus primeros guiones, el de la cinta The Power and the Glory (1933), le trajo una curiosa notoriedad, pues además de recibir una importante suma de dinero por su labor, obtuvo un porcentaje de las ganancias del filme, práctica absolutamente inusual en ese momento. Su carrera prosiguió escribiendo los guiones de películas como Diamond Jim (1935) y If I Were King (1938), adquiriendo con rapidez popularidad y prestigio. Pero eso no era suficiente.

En 1939 le ofreció a Paramout Pictures el guión de The Great McGinty por un dólar, si le permitían dirigirlo. El largometraje ganaría el premio Oscar al mejor guion, siendo la primera vez que una comedia obtenía ese galardón. A ese filme seguirían éxitos como Christmas in July (1940) y The Lady Eve (1941) que cimentarían su fama de director de comedias inusuales. Tras Los viajes de Sullivan aparecieron en seguidilla The Palm Beach Story (1942), The Miracle of Morgan’s Creek (1944) y Hail the Conquering Hero (1944), obras cumbres de la sátira y la comedia social que lo convirtieron en director de culto y en una celebridad instantánea y estrambótica que durante el rodaje de sus filmes vestía piyamas, una bata de baño y una larga serie de gorras de coloridos tonos. El propio Sturges concibió una lista que él llamó “las 11 reglas para atraer la taquilla” y que bien sirven como resumen de su credo frente a la screwball comedy:

1. Una chica hermosa es mejor que una fea

2. Una pierna es mejor que un brazo

3. Un dormitorio es mejor que una sala de estar

4. Una llegada es mejor que una partida

5. Un nacimiento es mejor que un fallecimiento

6. Una persecución es mejor que una charla

7. Un perro es mejor que un paisaje

8. Un gatito es mejor que un perro

9. Un bebé es mejor que un gatito

10. Un beso es mejor que un bebé

11. Una caída de nalgas es mejor que cualquier cosa.

A pesar de tener identificada la clave del éxito, la obra de Sturges -con sus sutiles brincos al código moral de Hollywood y con su cómica crueldad- representa la oleada final de un género que para 1945 era historia. La situación de guerra que se vivía obligaba a repensar muchas cosas en la forma de afrontar el cine, como lo demuestra el declive del studio system, minado en sus bases por la irrupción de la televisión. El cine negro se había apropiado de los diálogos agudos que caracterizaban la screwball, mientras serían los musicales los encargados de brindar diversión a partir de ese momento, tratado de salvar el honor del cine frente a la pantalla chica. La carrera de Sturges también se fue apagando: en 1944 dejó la Paramount para emprender una asociación malhadada con Howard Hugues que lo sumió en el limbo creativo -una comedia negra y un western se cuentan entre sus escasas realizaciones posteriores- y en el alcoholismo. Exiliado en Europa, pudo allí dirigir su último filme en 1955, antes de fallecer cuatro años después en Estados Unidos, olvidado y en bancarrota. Su autobiografía llamada The Events Leading Up to my Death, aún estaba inconclusa.

Los viajes de Sullivan se considera la más personal de las cintas de Preston Sturges, constituyéndose en toda una declaración de su credo como director. Única dentro de la screwball comedy por su temática, la película es una mirada desde adentro a la maquinaria de Hollywood con sus excesos y falsos dogmas (no por casualidad es conocida como Sturges’ 8½). Joel McCrea, quien había protagonizado Corresponsal extranjero (Foreign Correspondent, 1940) para Hitchcock, estaba en la cabeza de Sturges al momento de escribir el guion de Los viajes de Sullivan. El director también había visto a la rubia Veronica Lake en I Wanted Wings (1941) de Mitchell Leisen, pero las directivas de la Paramount -con el jefe de producción George Gard De Sylva a la cabeza- preferían una actriz de mayor experiencia. Al final aceptaron la elección de Sturges, pero sólo si la película se hacía en cuarenta y cinco días y con un presupuesto no mayor de 600,000 dólares. El propósito casi se va al traste cuando Lake, en pleno rodaje, no pudo ya ocultar su avanzado embarazo. Sturges reaccionó violentamente ante la noticia, pero una vez calmado reescribió unas escenas y ordeno adaptarle el vestuario para disimular su estado. La película costó 676.687 dólares y pudo completarse el 21 de julio de 1941, nueve días después del plazo pactado con la Paramount. Durante el verano de ese año se realizó el montaje del filme y dicen que durante el proceso Sturges y su admirado Ernst Lubitsch se encontraron una tarde en los estudios:

-¿”Cómo es?”, le preguntó Lubitsch.

-“Diferente. Es una combinación de comedia inteligente, slapstick y drama serio con un mensaje. Sí no cuaja correctamente, probablemente va a ser un gran fracaso”.

-“¡Ya es hora!”, Respondió el director berlinés.

A pesar de los malos augurios, el filme se estrenó con éxito en enero de 1942. Al hacer al protagonista -John Sullivan-, un director de cine, muchos han visto en este filme un rasgo autobiográfico en el que Sturges defiende la validez de la comedia frente a un mundo que se derrumba, mientras critica los filme sociales y con pretensiones serias, tal como él mismo lo expresó al afirmar que “Los viajes de Sullivan es el resultado de una urgencia, la urgencia de decirles a algunos de mis compañeros artífices del cine que se estaban haciendo muy profundos y que dejaran la prédica para los predicadores”. John Sullivan (Joel McCrea) ha hecho carrera en Hollywood con sus comedias ligeras como (la sátira de Sturges se deja ver hasta en los títulos) So Long Sarong, Hey Hey in the Hayloft y Ants in Your Pants of 1939, pero ahora siente la necesidad de emprender una obra seria, con mensaje social y de épicas proporciones, un “lienzo auténtico del sufrimiento de la humanidad” según las propias palabras del personaje. El filme propuesto es Oh Brother, Where Art Thou? -título que los hermanos Joel e Ethan Coen, en abierto homenaje, utilizaron en su película realizada en el 2001-, según la supuesta obra de Sinclair Beckstein (un juego de palabras con los nombres de John Steinbeck y Sinclair Lewis) pero los productores de su estudio le insisten en desechar la idea y centrarse en lo que siempre ha hecho. Empeñado en lograr un filme lo más cercano a la experiencia real, Sullivan decide disfrazarse de vagabundo y lanzarse, con diez centavos en los bolsillos, a los caminos para buscar la Norteamérica autentica, esa que nunca se ha reflejado en su filmografía.

El filme está estructurado en cuatro viajes -tal como Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift- cada uno más duro que el precedente. El primero arranca como una farsa, con el vagabundo Sullivan seguido de cerca por un bus con periodistas que pretenden documentar los pormenores de su aventura. Sin poder deshacerse de ellos, acuerda que lo dejen en paz mientras experimenta por sí mismo la vida dura de los destechados. Consigue un empleo en la casa de una viuda, pero huye de ahí al presentirse al borde de ser seducido. Un camión que lo recoge lo deja en la siguiente mañana… en Hollywood. Resignado, entra a un café donde una joven accede a comprarle algo de comida. La chica (interpretada por Veronica Lake), es una aspirante a actriz desilusionada con el oropel del mundo del cine. Sullivan la convence de quedarse unos días con él, haciéndole creer que un amigo ha salido de la ciudad y le ha dejado su casa y su carro. Capturados por la policía que piensa que han hurtado el auto en el que se desplazaban, terminan en la cárcel, de donde lo rescatan sus empleados.

Para justificar la presencia de una mujer –que carece incluso de nombre- en Los viajes de Sullivan, Sturges introduce un par de líneas de diálogo que son una broma interna al mundo del cine: al salir de la comisaría, un sargento le pregunta a Sullivan (refiriéndose al malentendido de identidades que acaba de resolverse): “¿Cómo encaja una chica en esta película? A lo que este responde: “-Siempre hay una chica en la película. ¿Nunca ha ido a cine?”.

Aclarado el enigma de su identidad frente a la joven, Sullivan se lanza a su segundo viaje, acompañado por ella. Disfrazados ambos, abordan un tren de carga en compañía de muchos vagabundos, pero acosados por el hambre y las incomodidades lo abandonan al otro día para reencontrar la caravana periodística que lo seguía al principio y que lo lleva de regreso a casa, agripado y febril.

Tras unos días de reposo, emprenden juntos su tercer viaje, en está ocasión inmersos en una paupérrima barriada donde reciben comida de caridad, una ducha y un espacio para dormir en medio de una gran cantidad de indigentes. Este segmento no tiene diálogos, sólo un acompañamiento musical respetuoso de la dura situación social que reflejan las imágenes. Tras unos días en ese mundo, regresan a casa, convencidos que ya han visto todo. Antes de dar por terminada la aventura, Sullivan decide volver a la barriada una noche más para repartir entre los habitantes un poco de dinero.

Este cuarto y último viaje empieza con esas intenciones, pero termina con Sullivan amnésico y condenado a trabajos forzados en una prisión rural por golpear a un guardia de una estación de tren, mientras todos en Hollywood lo dan por muerto, al confundirlo con el cadáver de un vagabundo atropellado por un tren. Mientras está prisionero, Sullivan y los demás reos asisten a una película proyectada en una parroquia. Allí mientras ven un cortometraje de Disney, Playful Pluto, todos ríen a grandes carcajadas, olvidando el drama que viven. Sullívan también se ríe, comprendiendo la importancia balsámica de la comedia en la vida del espectador. Originalmente Sturges quería incluir aquí una secuencia de La quimera del oro (The Gold Rush, 1925) como detonante cómico, pero hubo dificultades con los derechos de autor entre los estudios.

Tras muchos esfuerzos logra recuperar su memoria y su identidad, para regresar a Hollywood y a los brazos de la joven, pero convencido  que su papel no es el de crear dramas, sino el de gestar comedias para un mundo urgentemente necesitado de ellas. “Cuando empecé a escribir la película –reconocía Sturges- no tenía idea de lo que Sullivan iba a descubrir. Poco a poco le fui quitando todo – salud, fortuna, nombre, orgullo y libertad. Cuando llegué hasta allá encontré que todavía le quedaba una cosa: la capacidad de reír. Así que, siendo un proveedor de risas, recuperó la dignidad de su profesión y volvió a Hollywood a hacer reír”.

Los viajes de Sullivan es un agudo ataque a muchas personas e instituciones, empezando por el propio Sturges. Sin embargo los blancos más directos son los productores de cine con su actitud mesiánica y –por supuesto- los directores de comedias que “repentinamente” adquirieron una conciencia social, tales como King Vidor o Frank Capra, sobre todo tras escuchar el mensaje del presidente Roosevelt durante la entrega de los Oscar en febrero de 1941, cuando dijo que los filmes deberían contarles a “los desafortunados pueblos bajo gobiernos totalitarios acerca de las verdades de nuestra democracia”. Capra, tras dirigir éxitos como Sucedió una noche o You Can’t Take It With You (1938), derivó en los terrenos de Mr. Smith Goes To Washington (1939) y Meet John Doe (1941), compuestos por ambiciosos mensajes sociales políticamente correctos. André Bazin lo dijo “No se equivoquen -éste nuevo cine americano es estrictamente lo opuesto a lo que hemos visto en el pasado. Sturges es el anti-Capra… “. También hay implícita una crítica a piezas tan llenas de denuncia en su tono y en su propuesta como Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940), cima dramática de John Ford y con la que comparte algunas afinidades estilísticas y narrativas.

El punto de Sturges es que nada del contenido de esos mensajes -por más importantes y profundos que sean- le importa al público del común, que lo que quiere por encima de todo es abstraerse y entretenerse con algo tan superficial y divertido que lo arrastre lejos de la realidad, de su mundo habitual tan lleno de grises e inviernos. La película funciona mejor como comentario medial –el del papel del cine en la provisión de alegría y entretenimiento- que como comedia de situaciones, pues el slapstick que maneja es en ocasiones demasiado burdo y predecible y ha envejecido mucho más que el resto del filme.

Con su honesta declaración de principios, Preston Sturges estaba validando su mirada como autor de un género que algunos consideraban menor. Sus películas lo hicieron grande. La comedia vive todavía y vivirá mientras el cine permanezca entre nosotros. Puede estar tranquilo: su credo sigue en pie.

Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 61 (Medellín, vol. 13, 2002) págs. 107-111.

© Centro Colombo Americano de Medellín, 2002

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