“Grandes clásicos del cine” por Juan Tejero: Ciudadano Kane

 CINERAMA, Febrero de 1995

Ninguna película ha despertado tanta expectación ni ha hecho correr tantos ríos de tinta como Ciudadano Kane. Su leyenda, a menudo envuelta en la polémica, ha generado a lo largo de los años cantidades ingentes de literatura, páginas y páginas dedicadas a analizar hasta el último metro de celuloide del filme que dividió la historia del cine en dos: el antes y el después de la “ópera prima” de Orson Welles. Hablar de este título es hablar de una cinta que lleva en su piel el estigma de lo sagrado, la marca de lo intocable, y cuya carga mítica le sitúa más allá del bien y del mal, junto a otras joyas del calibre de Casablanca. Aclamada con unanimidad como la obra capital que revolucionó el séptimo arte, su sola mención provoca la reverencia de intelectuales, académicos y críticos de todo tipo y condición. Y es que dejando a un lado la eterna cuestión de si es o no la mejor película jamás rodada, lo que nadie puede negar es su condición de producto genial e irrepetible.

Tras Ciudadano Kane se esconde la legendaria figura de un personaje ególatra y genial, un talento sin medida que supo esculpir sobre la base de la desmesura su propio mito, un gigante demasiado consciente de su grandeza: Orson Welles.

El “niño terrible” del teatro y la radio norteamericana tenía 2S años cuando aterrizó en julio de 1940 en Hollywood, pero a pesar de su inexperiencia cinematográfica no era un recién llegado al mundo del espectáculo. En los años treinta ya había sacudido con sus audaces montajes el panorama teatral (son legendarios su Macbeth montado por el Negro People’s Theatre en 1936, o su puesta en escena con el Mercury Theatre del Julius Cesar de Shakespeare en 1937) y revolucionado el mundo de las ondas con sus adaptaciones dramatizadas de textos literarios. Su memorable adaptación radiofónica de La Guerra de los Mundos el 30 de octubre de 1938 le convirtió de la noche a la mañana en una estrella. El montaje -una eventual invasión de la Tierra por extraterrestres violentos- provocó la mayor manifestación de histerismo colectivo de los tiempos modernos, una oleada de pánico que los sociólogos de nuestros días todavía estudian con asombro. Cuando al final de la emisión, la voz clara y potente de Orson aseguraba que la supuesta retransmisión en directo era sólo pura ficción («Señoras y señores, todo esto es una broma de vacaciones. Esos invasores son sólo habitantes de la imaginación»), la historia de la radiodifusión entraba en una nueva era.

Hollywood recibió al joven prodigio con los brazos abiertos. Las productoras más importantes iniciaron una carrera contra reloj para hacerse con sus servicios y fue la RKO, gracias a las gestiones de George J. Schaeffer, quien acabó por llevarse el gato al agua. El 21 de agosto de 1939, el futuro cineasta estampó su firma en un contrato sin parangón en los anales de la historia del cine: libertad absoluta para rodar dos películas en calidad de director, productor, guionista y actor, y para poder elegir tema y colaboradores sin rendir cuentas a la compañía, salvo si el coste excedía el medio millón de dólares. Se le concedía además el derecho al montaje definitivo (final cut), algo que la industria como medida de autoprotección no consentía ni a los directores más prestigiosos. Y por si fuera poco, percibiría el 25% de los beneficios brutos de sus filmes, más 150.000 dólares de anticipo. En estas condiciones, a nadie debe extrañar que al pisar por primera vez los estudios de la RKO pronunciara su famosa frase: «Este es el más hermoso tren eléctrico que un muchacho haya podido nunca soñar».

Welles eligió para su debut al frente de las cámaras la adaptación cinematográfica de la novela de Joseph Conrad El Corazón de la Tinieblas, que años más tarde serviría de base a Francis F. Coppola para rodar Apocalypse Now. Pero el elevado presupuesto de la cinta (superior al millón de dólares), que superaba con creces las cifras estipuladas en el contrato, más el estallido de la guerra en Europa y la retención de la protagonista Dita Parla en Francia, obligaron a posponer indefinidamente el proyecto. Schaeffer aconsejó al director en ciernes la realización de un título más barato y más comercial protagonizado por Carole Lombard, The Smiler with a Knife, un thriller basado en una obra de C. Day Lewis. Cuando todos estaban de acuerdo, los problemas empezaron a acumularse y el proyecto fue perdiendo gas hasta deshincharse totalmente, entre otras cosas por las reticencias de la actriz a trabajar con un recién llegado.

En estas circunstancias surgió Ciudadano Kane: un filme basado en el ascenso y caída de un tiburón de la prensa norteamericana, odiado y admirado a un tiempo, Charles Foster Kane. Este personaje estaba inspirado y moldeado sobre la figura del magnate periodístico William Randolph Hearst, cuyos amores ilícitos con la supuesta “estrella” de Hollywood Marion Davies y los excesos estéticos de su mansión San Simeón dieron pasto en su momento a todo tipo de rumores. La famosa anécdota sobre la guerra de Cuba, cien veces comentada, define la personalidad de este hombre ambicioso y manipulador, capaz, según decían, de cargarse a cualquiera con tal de vender un periódico: «Corresponsal: “Todo está tranquilo. No pasa nada. Stop. No habrá guerra. Me gustaría volver. Remington”. Respuesta de Hearst a La Habana: “por favor, quédese. Usted me dará las fotos, yo le pondré la guerra”».

La RKO contrató a Herman Mankiewicz para ayudar a Welles en la redacción del guión, con un salario de mil dólares semanales y un suplemento de cinco mil cuando entregara el texto definitivo. Antiguo periodista, reputado guionista (entre sus obras contaba con Cena a las Ocho y varias películas de los hermanos Marx) y autor brillante, el hermano mayor del célebre director Joseph Leo Mankiewicz era uno de los miembros de la pléyade de reporteros neoyorquinos que hacia finales de los veinte llegaron a Hollywood para participar en la aventura del cine. El escritor, cuyos problemas con el alcohol eran notorios, se puso a trabajar a finales de febrero de 1940 en un rancho situado en el valle de San Bernardino, en el desierto de California. Permanentemente vigilado por John Houseman, el guionista terminó al cabo de seis semanas un primer borrador de 250 páginas titulado American, una biografía de un magnate de la prensa contada de forma retrospectiva por las personas que mejor le conocieron. Tras muchas revisiones y modificaciones, plasmadas en un total de cinco versiones diferentes del script, Ciudadano Kane adoptó su estructura definitiva el 16 de julio. Si bien el resultado final no difería demasiado del planteamiento inicial, Welles realizó sustanciales cambios en el texto, entre otras razones para impedir que una demanda judicial de Hearst diera al traste con la película.

Pero los problemas no finalizaron con la redacción del guión. Schaeffer, a la vista del presupuesto definitivo del filme (1.082.798 dólares), llegó a la siguiente conclusión: o se reducían gastos o no había película. En otras circunstancias la necesidad de eliminar escenas y ahorrar en decorados habría perjudicado notablemente la factura de la obra, pero estamos hablando de Orson Welles, Gregg Toland y Perry Ferguson, un equipo inigualable que adoptó ingeniosas soluciones técnicas y narrativas para solventar todos los problemas. Rebajado el coste de la cinta a 686.033 dólares, las primeras imágenes se empezaron a filmar el 30 de julio con un elenco de actores procedentes en su mayor parte del Mercury Theatre. Joseph Cotten, que acababa de obtener un gran éxito en Broadway con la representación de Historias de Filadefia, Everett Sloane, Agnes Moorehead, William Alland, Ray Collins, Erskine Sanford y Paul Stewart, además de Welles, eran los principales nombres de un reparto exento de estrellas pero rebosante de talento.

El valioso catálogo de innovaciones narrativas y técnicas aplicadas durante el rodaje convirtieron el filme en la obra más audaz de su tiempo. Desde recurrir a sucesivos flash-backs para reconstruir la vida del protagonista, hasta la utilización de techos iluminados por transparencias y fuentes de luz cenitales para la iluminación de interiores, así como espejos o grandes angulares distorsionados para insuflar barroquismo a las imágenes, todas las soluciones adoptadas revelaban el ingenio de quienes las habían alumbrado. Finalizado el rodaje el 23 de octubre, el proceso de postproducción se prolongó por un período de nueve meses, fiel a la máxima de director: “una película no se realiza ni en el guión ni en la filmación, sino en la sala de montaje”.

Receloso del poder del implacable William Randolph Hearst, un personaje influyente y temido en Hollywood, Welles había llevado a cabo toda la filmación en el más absoluto secreto. Pero el director cometió un grave error antes del estreno: invitar a un pase privado de la cinta a Louella Parsons, la comadre de Hollywood-Babilonia y defensora militante del magnate. Louella salió de la sala de proyección de la RKO indignada y amenazó a Schaeffer con un pleito sonado si la película se estrenaba. Desencadenada la tempestad, los periódicos propiedad de Hearst lanzaron una campaña de boicot al filme. Welles, por su parte, rechazó las acusaciones con unas declaraciones teñidas de la más sutil ambigüedad: «Nada tiene que ver Kane con ningún personaje real. Pero si Hearst y otros barones de las finanzas como él no hubieran vivido en estos días, nunca hubiéramos hecho “Ciudadano Kane”.», Louis Mayer, cuya conocida tacañería sólo era inferior a su temor hacia el magnate de la prensa, llegó a ofrecer la suma de 800.000 dólares por la destrucción de los negativos. Y Nelson Rockefeller, propietario de la sala donde debía realizarse la premiere mundial, canceló la proyección.

Pese a todas las coacciones ejercidas, la cinta se estrenó en olor de multitudes el 1 de mayo de 1941 en el Palace de Broadway. Su acogida entre la crítica no pudo ser más positiva. Además de acaparar nueve nominaciones al Oscar, fue elegida la mejor película del año por los críticos de Nueva York y el National Board of Review. Pero Ciudadano Kane resultó demasiado innovadora para su época y la incomprensión del público norteamericano provocó su descalabro en taquilla. Cuando el filme fue retirado de distribución un año más tarde, las pérdidas acumuladas ascendían a 150.000 dólares. Ni siquiera la Academia de Hollywood supo reconocer a tiempo los incuestionables méritos del filme: el 26 de febrero de 1942, el “enfant terrible” del cine norteamericano vio cómo su obra se convertía en la gran derrotada de la noche al obtener una única estatuilla, la correspondiente al mejor guión, compartida por Welles y Mankiewicz.

Olvidada durante dos décadas, la “ópera prima” de Welles resurgió de sus cenizas en 1962 gracias a la labor de la crítica especializada francesa encabezada por Cahiers du Cinéma. Ese mismo año, expertos de todo el mundo eligieron en un encuesta celebrada por la revista británica Sight and Sound a Ciudadano Kane como la mejor película de la historia de cine. En esa época empezaba un proceso de mitificación que no ha dejado de afianzarse desde entonces. Ni el paso del tiempo, ni sus continuas reposiciones en el cine y en la televisión le han restado a esta obra revolucionaria un ápice de su valor.

Ciudadano Kane convulsionó en su momento los arcaicos cimientos de Hollywood. Lo revolucionó casi todo (el lenguaje cinematográfico, la profundidad de campo, el flash-back, el sentido de la luz, el empleo del sonido, la dirección de actores…) y abrió de par en par las puerta al cine moderno. Sus innovaciones técnicas, que siguen sorprendiendo por su perfección al cabo de medio siglo, obraron el milagro de dar a una película de bajo coste el aspecto de una superproducción. La necesidad de ahorrar costes inspiró soluciones geniales que influyeron poderosamente en el estilo de la cinta. Así, algunas de las célebres imágenes de Toland son simples trucos ópticos (como el vaso de leche en la escena del intento de suicidio) y los magníficos decorados de Ferguson costaron en total 60.000 dólares, casi lo que Spielberg pagó en una subasta por uno de los tres trineos originales con la palabra Rosebud.

A la vista de los excelentes resultados obtenidos, es un motivo de asombro que el principal responsable de las enigmáticas y sugerentes imágenes de esta obra maestra fuera un director que empezó el rodaje siendo un aficionado en materia cinematográfica. «La primera vez que puse los pies en un plató -reconoció Welles con posterioridad fue para dirigir. Entonces era un completo ignorante… Pensaba que ser director consistía en colocar las luces y eso fue lo que estuve haciendo durante diez días, hasta que alguien vino a decirme que asumiera el trabajo del cámara. En sólo tres días aprendí la técnica». Pero allí donde otros hubieran fracasado con estrépito surgió la figura de un cineasta genial, único e irrepetible, un hombre cuyo inmenso talento y capacidad para concentrar en torno a su persona a los hombres adecuados, absorbiendo de cada uno de ellos hasta la última gota de su ingenio, transformaba sus carencias en virtudes. A pesar de su inexperiencia, Orson obró el milagro de inaugurar una nueva era en la historia del cine al crear una estética deslumbrante a partir de procedimientos técnicos revolucionarios. Hay que descender varios cientos de años en la historia, probablemente hasta el Renacimiento, para encontrar otro uomo universale capaz de desperdigar su talento por tantas actividades artísticas. Como un Miguel Angel del siglo XX, este genio del celuloide demostró al mundo entero la desmesura de su genio y terminó el rodaje del filme convertido en uno de los realizadores más brillanre de Hollywood.

Aunque la alargada sombra de Welles está presente en todos y cada uno de los fotogramas del filme, Ciudadano Kane no fue la obra de un autor individual, si no el feliz resultado de la conjunción de un grupo de talentos en estado de gracia. La perfecta sincronización de todo el equipo llevó a Carringer a considerarlo como «el más perfecto ejemplo de colaboración de la historia de Hollywood». Perry Ferguson, el director artístico asignado por la RKO al proyecto diseñó unos decorados lo bastante ingeniosos como para, en ocasiones como las escenas del palacio de Xanadú, sugerir más que mostrar. Gregg Toland, un director de fotografía imaginativo, anticonvencional y amante de la experimentación, se convirtió en el operador ideal para un proyecto de estas características. La barroca sinfonía de imágenes en que se convirtió la película debe mucho a su audacia e inventiva. Toland aportó mayor profundidad de campo, complicados movimientos de cámara y una iluminación expresionista que recordaba a los filmes de la UFA. La continua sucesión de techos iluminados por transparencias, luces de doble arco y grandes angulares que deformaban la realidad, producen en el espectador esa desconcertante sensación de perfección y de agobio tan característica de la cinta. Y otro debutante no menos genial, Bernard Herrman (colaborador habitual del director en sus años de radio), compuso la inspirada partitura musical del filme.

El capítulo interpretativo lo encabeza, como no, Orson Welles, magistral en su composición del ambicioso Charles Foster Kane o Welles iluminó los mil matices de su personaje con una maestría sin límites, demostrando que a causa del inmenso prestigio acumulado como director se ha olvidado con frecuencia que era uno de los actores más grandes de su época, un intérprete que a pesar de desperdiciar su talento en obras ajenas legó para la posteridad una serie de actuaciones memorables. Ciudadano Kane reveló además a una serie de nombres hasta entonces desconocidos: Joseph Cotten, siempre elegante, sobrio y seguro, fue un magnífico Leland, el fiel amigo de juventud de Kane; Everett Sloane, cuyo físico singular le limitó a papeles como el de Bernstein o el inolvidable abogado cojo de La Dama de Shanghai, encarnó con brillantez al sumiso apoderado que protege todos los intereses del magnate hasta el fin de sus días; y Agnes Moorehead, una de las actrices de carácter más importantes del cine norteamericano (basta recordar su inmortal caracterización de la infeliz tía Fanny de El Cuarto Mandamiento), bordó como era su costumbre el personaje que le había tocado en suerte, el de la madre del protagonista.

Si dejamos a un lado la controvertida relación Kane/Hearst, tal vez el aspecto menos interesante del filme, emerge en la superficie la verdadera identidad de Ciudadano Kane: un fascinante análisis del poder y sus límites, un terrible retrato de la soledad, de la traición a la amistad y a las convicciones morales, de la dolorosa constatación de que la riqueza no sirve para ahuyentar al fantasma de la muerte ni para comprar el verdadero amor, de las cicatrices producidas por cada renuncia, del enigmático Rosebud que simboliza la infancia perdida y se desliza por las laderas del recuerdo como un trineo, y, en definitiva, del inmenso talento de ese ser inabarcable -física y artísticamente-, desmesurado y maravilloso que fue Orson Welles.

Considerada por muchos como la película que marca los inicios del cine moderno y por algunos como el mejor filme de todos los tiempos, Ciudadano Kane es, en cualquier caso, una obra maestra indiscutible que agota todos los calificativos existentes en el diccionario para definir un producto genial e irrepetible. Obra primeriza de un “enfant terrible” del teatro y la radio norteamericana, accedió a la categoría de clásica al poco tiempo de su estreno, circunstancia que hasta el momento no ha vuelto a producirse, y desde entonces, las múltiples reposiciones de las que ha sido objeto en el cine y en la televisión no han hecho más que reafirmar su prestigio y aumentar, aún más si cabe, su grado de mitificación.

Un guión polémico

Ciudadano Kane ha arrastrado a lo largo de la historia cierta leyenda negra en torno a su autoría. En 1946, Ray Fowler encendió la mecha de la polémica al afirmar en su libro Una primera biografía de Orson Welles que «Ciudadano Kane es, sobre todo, la creación de un sólo hombre». No hace falta añadir quien era este hombre. La controversia no habría pasado del injusto comentario de un escritor cegado por su admiración hacia el cineasta norteamericano, si el propio director no hubiese alimentado aún más la llama con sus declaraciones. Pero Welles, invadido por un ego insaciable que rayaba en la megalomanía, llegó a atribuirse en varias ocasiones la paternidad absoluta de la película. En este sentido, Orson encontró su “bestia negra” en Pauline Kael, periodista que desacreditó abiertamente el trabajo del realizador en su famoso ensayo The Citizen Kane book: raising Kane, otorgando todos los méritos a la oscurecida figura del coguionista Herman Mankiewicz. John Houseman, testigo directo de la redacción del guión, reabrió aún más la herida al declarar que excepto algunas rectificaciones y orientaciones valiosísimas del director, el grueso del guión era obra de Mankiewicz, así como la idea matriz del filme. Según esta versión, el escritor llevaba indagando en la vida de Hearst desde 1935, época en la que frecuentaba la mansión donde Hearst y Marion Davis celebraban sus grandes fiestas, casi un lustro antes de que se escribiera la última línea de Ciudadano Kane. Así mismo, Carringer mantiene que Welles no pensaba acreditar a Mankiewicz como guionista, dado que su contrato estaba firmado con la Mercury Theatre, en cuyos scripts aparecía siempre la firma del genial cineasta, estuviesen o no escritos por él. Pero el temor a un proceso legal le llevó a compartir la paternidad del guión, e incluso, en un gesto digno de Kane, a poner el nombre de Herman delante del suyo.

Ciertas o no estas versiones, y aun reconociendo que el grueso de la historia sea fruto de la pluma empapada en alcohol de Mankiewicz, lo que en ningún caso puede afirmarse es que Welles no escribiese una sola palabra del guión: los archivos de la RKO revelan que su colaboración en este apartado se tradujo en 44 páginas de revisión al primer borrador y en 170 páginas revisadas o añadidas en el definitivo. Las últimas investigaciones realizadas en torno a esta polémica subrayan que el script es el fruto de una estrecha colaboración entre el director y el guionista, sobre todo si se tiene en cuenta que la estructura de la película ya estaba esbozada en una obra teatral inédita escrita seis años antes, Marching Songo

Ironías del destino, Orson Welles recibió el único Oscar de su carrera por este polémico guión y, encima, tuvo que compartirlo.