¿Qué es la ciencia-ficción «cyberpunk»? Esta es, sin duda, la primera pregunta que quizá muchos espectadores europeos se hagan cuando llegue a las pantallas del viejo continente una película tan singular como The Matrix. En el prólogo del libro «Mirrorshades: the cyberpunk anthology», interesantísima selección de relatos «cyberpunk» donde figuran nombres como William Gibson, Tom Maddox, Pat Cadigan, Lewis Shiner o Paul de Filippo, el erudito inglés Bruce Sterling apunta: «…ciertos temas centrales aparecen con frecuencia en el “cyberpunk”: el problema de la invasión del cuerpo por prótesis e injertos, circuitos implantados, cirugía plástica o alteración genética. Similar o más poderosa es la invasión de la mente: interfaces cerebro-ordenador, inteligencia artificial, neuroquímica…, técnicas que redefinen radicalmente la naturaleza humana (…) Los “cyberpunks”, como grupo, explotan la veta tradicional de la ciencia-ficción. Así, de la Nueva Ola tenemos que mencionar el agudo ingenio callejero de Harlan Ellison, el esplendor visionario de Samuel Delany, la vertiginosa locura de Norman Spinrad, la estética de rock de Michael Moorcock, la osadía intelectual de Brian Adiss y, siempre, J. G. Ballard. De la tradición más clásica contamos con la perspectiva cósmica de Olaf Stapledon, la política ficción de H. G. Wells, las sólidas extrapolaciones de Larry Niven, Paul Anderson y Robert Heinlein», Lo «cyberpunk» es, en definitiva, una reformulación hard, y mucho más atenta a la evolución tecnológica que ha sufrido la humanidad los últimos veinticinco años, de la ciencia-ficción clásica. Una especial caja de Pandora donde toman forma los demonios tecnológicos del ser humano.
El rompecabezas Wachowski
Desde las primeras imágenes de The Matrix uno puede adivinar las influencias que existen en la obra de los hermanos Wachowski. No sólo se convierten en los descendientes, cabría decir que bastardos, de Delany, Moorcock, Aldiss y Ballard, sin olvidarnos de William Gibson -por ejemplo, su novela «Neuromante» de la que los Wachowski toman numerosos elementos-. Su film se apropia de ideas propias de la religión judeocristiana, filosofía oriental Zen y de algunas gotas de mitología nórdica. Pero, además, en las imágenes de The Matrix se advierten las ideas de mil y una películas que le han precedido -1997. Rescate en Nueva York, Mad Max, Tron, Blade Runner, Looker, Repo-Man, Videodrome, Scanners, Androide, Robocop, Terminator, El cortador de césped, Virtuosity… -. Todo ello servido por un estilo visual que se inspira y mejora el del cine de acción made in Hong Kong y las producciones animadas japonesas, más conocidas como animé.
Estamos en la ciudad de Zion, que no es precisamente la cuna del judaísmo. Trinity (Carrie Anne Moss) contacta con Neo (Keanu Reeves) con el fin de que se reúna con Morpheus (Laurence Fishburne). Este encabeza un grupo de rebeldes que viven en las catacumbas de la ciudad, por decirlo de un modo clásico (en realidad ro hacen en una realidad virtual tanto temporal como espacial distinta a la de Neo, pero eso forma parte de un argumento que es mejor no desvelar). Según Morpheus, Neo es el elegido, el salvador que logrará liberar a la humanidad de la esclavitud a la que ésta es sometida por las máquinas. Pero la LA., Inteligencia Artificial, tiene un poderoso representante, el agente Smith (Hugo Weaving), que librará una batalla a muerte contra los rebeldes.
Cuestión de fe
El primer ataque de los hombres comandados por Smith, que envuelve a Trinity con un puñado de policías y que consume los primeros minutos de metraje, da una idea aproximada de lo que supone The Matrix: un viaje apocalíptico a los fundamentos básicos de la ciencia-ficción cinematográfica y, en última instancia, de la historia de la humanidad. Bajo toda su apariencia voluminosa y espectacular, escondida entre las ramas de una tecnología tan epatante como ambigua, se esconde una historia de salvación, muerte y resurrección. Por mucho que los diálogos se adornen con frases tan impactantes y vacuas como: «The Matrix es una prisión que no se puede ver ni tocar. Es una prisión para la mente», «Existe una diferencia entre conocer el camino y andarlo» y «No creas que sabes quién eres, debes saber quién eres», todo se reduce al final a una mera cuestión de fe.
Lo que separa The Matrix de intentos recientes de la ciencia-ficción como Blade Runner (Id., Ridley Scott, 1982) o Dark City (Id., Alex Proyas, 1998) y la empareja a producciones como Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990) -con todas ellas guarda alguna que otra similitud, especialmente con el largometraje de Verhoeven-, es su desenfado. Es cierto que los hermanos Wachowski adornan su segundo film con un aura de pretensión cibernética postmodernista (que algún día alguien me explicará lo que quiere decir), pero al final se dejan de historias para pasar directamente al motivo por el cual el productor Joel Silver les dio 70 millones de dólares, sesenta y seis más que su película anterior, Lazos ardientes (Bound, 1995): la acción pura y dura, una sucesión orgásmica de secuencias interminables donde la acción y los efectos digitales (reforzados por la bullet-time photography, que filma a 12.000 imágenes por segundo y permite alterar la velocidad de los distintos elementos que componen un plano) abren las puertas a un futuro esperanzador para el género.
Contra el conformismo
No se trata simplemente de seguir las directrices de John Woo o Tsui Hark en la coreografía de las secuencias más espectaculares, ni tampoco de tratar de visualizar en imagen real las virtudes del animé japonés. Larry y Andy Wachowski han redefinido con su film las leyes de la narrativa cinematográfica, han demostrado que desafiar las convenciones de los géneros no es virtud exclusiva de los cineastas independientes. Dentro de los cánones de la gran industria de Hollywood existe la posibilidad de trazarse nuevas metas y marcarse distintos objetivos. «Imagínate que eres como Alicia, deslizándote por el agujero», le dice Morpheus a Neo. Los hermanos Wachowski son como el personaje de Carroll, dos niños que, de repente, se encuentran en el mundo de los adultos (o sea, los estudios de Hollywood) en el que no sólo se limitan a seguir los cánones establecidos, sino que juegan con ellos. El conformismo es, como ya he apuntado antes, una de las pesadillas que integran The Matrix, y es algo a lo que los realizadores de la película se enfrentan, tanto en la visualización de su odisea como en su trayectoria profesional.
Con The Matrix, Andy y Larry -Wachowski ponen en pantalla algunas de las imágenes más atractivas, provocativas y fascinantes que se han visto en muchos años: el insecto electrónico que se introduce por el ombligo y que sirve de rastreador para la Inteligencia Artificial; ese paisaje de embriones humanos que sirven de generadores de energía (inspirado en el trabajo del dibujante de cómics Geoff Darrow, con el que los directores habían colaborado durante su etapa como escritores para la editorial Marvel); el proceso de renacimiento de Neo a fin de limpiarlo de las influencias externas; la explicación que lleva a cabo Morpheus acerca de qué es matrix; el entrenamiento al que éste somete a Neo y que brinda instantáneas únicas o la simple pero tremendamente efectiva secuencia en la que un oráculo (interpretada con afabilidad por Gloria Foster) lee el futuro del protagonista.
Es cierto que The Matrix puede dar la sensación de estar escrita con divagación, siguiendo la teoría del hablar mucho sin decir nada. Incluso se le pueden recriminar algunos excesos visuales. Pero, como los mismos hermanos Wachowski han apuntado en varias ocasiones, la virtud del cine, y en especial de la ciencia-ficción, es el énfasis en las imágenes. Adornar éstas (que en The Matrix resultan ser plenamente fascinantes) con algún que otro dilema trascendental con la misma profundidad que los artículos del «Reader’s Digest» no debería representar ningún problema en cine fantástico de finales de los noventa, el mismo que recibe alabanzas por mediocridades como La momia (The Mummy, Stephen Sommers, 1999), La novia de Chucky (The Bride of Chucky, Ronny Yu, 1998) o Blade (Id., Stephen Norrington, 1998).
Fuente: Mark Robbins – DIRIGIDO, Mayo de 1999