Un divertida historia localizada en los «Felices Veinte»

La película «Some Like It Hot» sigue la línea de las viejas comedias de Mack Sennet

Guillermo Bolin – BLANCO Y NEGRO, 1 de agosto de 1959

No es sólo en Europa. En Norteamérica también sienten la “añoranza de los veinte” y por eso está obteniendo un ruidoso éxito en Nueva York una película de Marilyn Monroe que muy bien pudiera llamarse “Aquellos tiempos de Al Capone, el charleston y la Ley Seca”. Como se sabe. Capone fue casi un héroe nacional, tan temido y admirado como cualquiera de nuestros bandoleros de “aquellos tiempos del miriñaque”. Hace sólo unos días me hablaba acerca del “gangsterismo” un americano: “Sí, quedan gangsters, muchos gangsters —me informó—, pero sin estilo, sin clase…” Y en su voz se advertía un ligero tono a la vez despectivo y nostálgico. En “Some like it hot”, es desde luego un gangster de los buenos, de los de antes de la guerra, el que pone en marcha el argumento. Dos jóvenes músicos cesantes han sido involuntarios testigos presenciales de un “arreglo de cuentas” entre dos “gangs” rivales, y perseguidos por el jefe de uno de ellos, deciden disfrazarse de mujeres e ingresar en una orquesta femenina. El enredo no puede ser más característico de la época en que la acción se desarrolla. Los públicos de entonces se deleitaban con las aventuras o desventuras del varón, que, por una razón o por otra, se veía obligado a disfrazarse de fémina. Sidney Chaplin , hijo de Charlot, triunfó una sola vez en “La tía de Carlos”, y se eclipsó casi inmediatamente, y después de otros muchos. Fernand Gravey, finísimo actor francés, dislocó de risa a los públicos de hace veinticinco años con su disfraz femenino en “Fanfare d’amour”, clarísimo precedente de “Some like it hot”. Como que incluso el argumento es el mismo y aún parece que por ello ha habido sus más y sus menos, aunque al fin se llegó a un arreglo amigable y amistoso.

En fin, las dos “encantadoras” muchachas —Tony Curtís y Jack Lemmon— se incorporan a la “troupe” e intiman en seguida con “Sugar”, una joven cantante que se contrató con la orquesta para huir del amor. Sí, así, literalmente. En las que actuó hasta ahora, sin que ella misma comprenda la razón, se enamoró indefectiblemente y como una loca del saxofonista de turno ¿Hace falta decir que el saxofón es el instrumento que maneja a la perfección Tony Curtís y que la deliciosa “Sugar” es Marílyn, graciosa, viva, dinámica y más atractiva que nunca? ¿Tenemos que aclarar que Curtís, en sus ratos libres, cambiando de nuevo faldas por pantalones, y sin que ella lo reconozca, la corteja con fortuna? Y. por fin, ¿No está en la mente de todos que “Sugar” acabará por aceptar su destino, sometiéndose a la fatalidad que la impulsa fatalmente a prendarse del saxofonista de su orquesta?

Como es natural, paralelamente con este idilio, se desarrolla otra aventura “amorosa”, de la cual son protagonistas Jack Lemmon —Daphne, rubia, traviesa y locuela—y Joe E. Brown el insuperable “Bocazas” de los tiempos del cine mudo, y a cargo de ambos corre la parte más disparatadamente cómica del film. Ninguno de los dos ahorra recursos para divertir al “respetable”, y justo es decir que si alguna vez exageran la nota a riesgo de caer en la payasada, siempre o casi siempre consiguen el objetivo que se propusieron.

Como se encontró con un argumento de “celuloide rancio” Billy Wilder decidió utilizar una técnica que se correspondiera exactamente, y, según se afirma en Hollywood, la película viene a constituir un auténtico homenaje a Mack Sennett, el ex calderero canadiense, figura señera en la histeria del cine, inventor de los “gags” y creador del gracioso grupo de “bañistas” vivero de “estrellas” del que surgieron, entre otras, Gloria Swanson y Bebe Daniels. Michael Sinnot, que así se llamaba realmente, poseía su propia fórmula: “No tiene gracia arrojar un plato de natillas a un ciudadano cualquiera. Lo cómico está en apuntar a ese individuo y hacer blanco involuntariamente en el alcalde o en un guardia.” Con ella influyó poderosamente en la manera de hacer de un joven actor por él descubierto. Charles Chaplin, hasta entonces remedo del francés Max Linder.

Quedaba sólo, pues, la reconstitución de la época en que, como dijo la reina María de Rumania, “las señoras gustaban de sentarse sobre sus propios cinturones”. Wilder fue escrupulosamente riguroso y exigente —sombreros “cloches”, “cannotiers”, “sautoirs”, zapatos puntiagudos con correíta y hebilla, etc…— excepto en lo que a la protagonista se refiere. Pero es que no puede en justicia imponerse la “línea saco” a la “glamorous número 1” que indiferente a las modas sigue y seguirá, lógicamente, aferrada a la “línea guitarra”, base principalísima de su popularidad mundial.

Además, en los días del “rodaje”, Marilyn estaba caprichosilla y antojadiza, aunque luego sus esperanzas y las de su marido, Arthur Miller, no se cumplieran. Por lo demás, sus veleidades y ligeras intemperancias, no se advierten en el “film”, aunque sí en la contabilidad de la productora. Como en la película se invirtieron noventa días en vez de los treinta calculados, la película, presupuestada en tres millones de dólares, no empezará a dar beneficios mientras no se recuperen los siete millones que en ella se gastaron. Pero se recuperarán. Primero porque se trata de una película alegre, graciosa y divertida, en la que el público volverá a encontrar a la Marilyn Monroe que conoce y aplaude, y, por otra parte, porque en ella se resucitan los “años veinte”. Y no es que éstos sean mejores o peores que los de otra década cualquiera, pero la moda o la costumbre impusieron que a su evocación se responda siempre con un suspiro y una sonrisa.